Letras

"Todo mañana es la pizarra donde te invento y dibujo, pronto a borrarte, así no eres, ni tampoco con ese pelo lacio, esa sonrisa." Cortázar.

"Schopehnauer escribió que la vida y los sueños eran hojas de un mismo libro, y que leerlas en orden es vivir, hojearlas, soñar." Borges.

"La verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio". Cicerón

"La libertad está en ser dueños de la propia vida". Platón.

"Algunas veces hay que decidirse entre una cosa a la que se está acostumbrado y otra que nos gustaría conocer." Paulo Coelho

"En las adversidades sale a la luz la virtud." Aristóteles

"Lo que crece como resultado de la rudeza de los ignorantes no tiene efectos a no ser por casualidad". Umberto Eco

miércoles, 31 de diciembre de 2014

Fin de año, y Año Nuevo.



Una vez, hace mucho, en algún lugar, existía un hombre que no creía en año nuevo. El insistía, que el 31 de diciembre no era nada, que el 1ero de enero era menos. Que no había años, sino días, ni semanas, tal vez horas. Que el camino era siempre uno, solo que podíamos colocar carteles marcando eventos que nos hagan trascendente el vivir. Algunos hechos eran más, otros menos. Pero que el “año nuevo” era irreal, no tenía lógica que existiese. Y, en caso de que fuese real, no tenía sentido, porque uno no es uno nuevo, es el mismo, pero en otro contexto, que no es empírico, es abstracto, es propiedad del consiente de todos. Sus hijos lo retaban por éste razonamiento y él, lejos de enojarse, los hacía aprender a ser ellos, y creer, si quisieran, en las palabras de su padre, o no, nadie los obligaba como pensar. Él, sin embargo, sostenía eso, de que uno es dueño de lo que vive y considera importante, y si para uno es importante el fin de año, debería colocar un cartel allí. Pero que algo tan monótono como que el 31 de diciembre de todos los años era año nuevo, nunca iba a servir como referencia para grandes cambios. Para grandes aventuras. Para pensar diferente. Actuar distinto. Ser otro parecido a quién eras y dejaste de ser, vaya a saber uno porque. Por ende, su teoría era bastante cercana a lo que hoy uno busca: cambios. Diferencias. Algo diferente a lo que uno se está acostumbrado, como dice en alguna parte de sus obras Coelho. Ese hombre nunca descorchó una botella el 31 de diciembre, ni brindó por los que no están. Nunca saludó a un número ni recibió a otro. Tachaba días, contaba dinero y bebía café, sin azúcar. Ese hombre se levantaba y se acostaba como si nada pasara. Solo que, aplaudía al resto, por creer en situaciones irreales, según él. Y se unía al festejo, consciente de que la soledad es un lugar terriblemente triste. Y brindó.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Diario de un Esquizofrénico: "Ocho con noventa"

     Miraba por encima de la pared al lejano camino que se bifurcaba sin previo aviso, sin notoria coincidencia con el destino. Se asomaba cada tanto, a la ventana que daba al parque San Martín, en la parte más externa del interior de su pequeño pueblo. Él se animaba a contar estrellas, a mirar al sol sin pestañear, a escribir la pared sin tener que borrarla. Y entre tantas cosas, tomaba un vaso de agua, cantaba en inglés, acariciaba un perro viejo y se fumaba el tercer cigarrillo del año. Era verano, terminaba la vida. Miró de nuevo la hora en el reloj de madera colgado en la pared, y se dio cuenta que era temprano para tarde, era hora para un beso. Salió de la habitación, atravesó la cocina, entró al vestíbulo. Esquivó un beso, agarró un abrazo, escuchó un consejo y desestimó una campera acompañada de un “está fresco”, que rebotó con un “hay sol”, opacando cualquier otro anuncio meteorológico. Era único. Era especial. Caminaba sin pensar todo lo que pensaba, era el mejor de todos. Y era, como se sabe, el dueño de su propia sonrisa.
     Pero él era ignorante de la realidad. El colectivo no paraba, no era necesario sentarse pensó, si el tren en algún momento iba a aterrizar. Esos pensamientos, la confusión a flor de piel, el estado post ictal a nada, a un poquito quizás de coñac. Pero hoy no es domingo pensó. Ayer no fue lunes. ¿Qué pasa? Dudaba de todo, menos de él. Guardó las monedas sobrantes, se encendió el sexto cigarrillo del día, y buscó el diario en la mesa del bar, sin entender porque el mozo le seguía diciendo “ocho con noventa”. Para callarlo, le dio diez, para recibir el “gracias” amable que todos esbozamos cuando se cumple nuestro pedido. Nunca antes, claro está. Salió del bar, y se cruzó de vereda a las siguientes dos cuadras, para volver de nuevo sobre sí mismo, y entender, que lo que le había pasado, era como siempre, causa y consecuencia de haber sido considerado un loco por la sociedad, por sus mentiras, sus acciones, sus vaivenes, su big bang ideológico y conspiratorio, sobre el cual, ahora, sin meditar, estaba sentado. Pensó mucho.
     Y entre tanto, pensó en que todo lo que quiso, estaba ahí, en la punta de su mano. Una casa, una familia, un trabajo, una idea, un abrazo, algunos besos, abrigos, un tren, un avión, un colectivo. En realidad, el avión no estaba ahí, estaba allá, cuando me despierto. Pero siempre sentía que le faltaba el amor. Le faltaba la sospecha, el desengaño, la autoestima baja, el indiferente autónomo de amores baratos y ciegos, de Saramago, Borges, Bioy Casares y Galeano, de un pedazo de ayer que se transforma en hoy. Se quebró, emocionalmente, al verse en el espejo, de camisa y pantalón de vestir, zapatos, listo para enfrentar lo que no sabía. Vibró su suerte, cambió de sentimientos. Aquí y allá, el abrazo al megáfono, al quizás mejor pago de la vida. Se burló de todos. “Acá me voy a morir sin sentir amor” pensó, dando vueltas en la cama. “Que ganas de volver a la vida”, volvió a meditar. Y se cerraba en esa idea, de no haber sentido amor. De que desconocía lo que era aferrarse a alguien, y que ese alguien te entregara sus más íntimos secretos. No conocía la bondad sincera, el beso comprado ni la sonrisa envuelta en verdades, en abrazos eternos que no hacen más que querer plasmar sobre la pared la imagen, ni un poco ni mucho, simplemente, un poco de amor. No conocía el camino de ida, la propuesta amorosa, el desayuno compartido, el baño en espera. No conocía la mano con la mano, la presentación sonriente, el estar alegre sin motivo, el cosquilleo matutino. Y el nocturno. Y todo eso que él no conocía, que él ignoraba completamente, producto quizás de como se había movido, o de las elecciones que hizo siempre, priorizando nada por mucho. Entonces, se quedó allí pensando, sacando conclusiones. Anotando. Como siempre. “Eso debe salir más de ocho con noventa”, pensó. "Y el gracias seguramente lo termine diciendo yo".

jueves, 11 de diciembre de 2014

Cien Años de Soledad - Gabriel García Marquez


Lo lindo de terminar un libro es darte cuenta lo excelente que fue leerlo, y lo eterno que es.
  • Era, pues, una ruta que no le interesaba, porque sólo podía conducirlo al pasado.
  • "Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo tierra".
  • Pero el visitante advirtió su falsedad. Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte.
  • Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresado porque no pudo soportar la soledad.
  • Se había cansado de esperar al hombre que se quedó, a los hombres que se fueron, a los incontables hombres que erraron el camino de su casa confundidos por la incertidumbre de las barajas. En la espera se le había agrietado la piel, se le habían vaciado los senos, se le había apagado el rescoldo del corazón.
  • Pensaba en su gente sin sentimentalismos, en un severo ajuste de cuentas con la vida, empezando a comprender cuánto quería en realidad a las personas que más había odiado. 
  • No sintió miedo, ni nostalgia, sino una rabia intestinal ante la idea de que aquella muerte artificiosa no le permitiría conocer el final de tantas cosas que dejaba sin terminar.
  • Pero durante cuatro años él le reiteró su amor, y ella encontró siempre la manera de rechazarlo sin herirlo, porque aunque no conseguía quererlo ya no podía vivir sin él.
  • Pero en realidad, en los dos últimos años, él le había pagado sus cuotas finales a la vida, inclusive la del envejecimiento.
  • Hizo entonces un último esfuerzo para buscar en su corazón el sitio donde se le habían podrido los afectos, y no pudo encontrarlo.
  • ... y a las tres y cuarto de la tarde se disparó un tiro de pistola en el círculo de yodo que su médico personal le había pintado en el pecho. A esa hora, en Macondo, Úrsula destapó la olla de la leche en el fogón, extrañada de que se demorara tanto para hervir, y la encontró llena de gusanos. -¡Han matado a Aureliano!- exclamó.
  • El fracaso de la muerte le devolvió en pocas horas el prestigio perdido.
  • Taciturno, silencioso, insensible al nuevo soplo de vitalidad que estremecía la casa, el coronel Aureliano Buendía apenas si comprendió que el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad.
  • Se extravió por desfiladeros de niebla, por tiempos reservados al olvido, por laberintos de desilusión.
  • ... la soledad le había seleccionado los recuerdos, y había incinerado los entorpecedores montones de basura nostálgica que la vida había acumulado en su corazón, y había purificado, magnificado y eternizado los otros, los más amargos.
  • ... optaron por no volver al cine, considerando que ya tenían bastante con sus propias penas para llorar por fingidas desventuras de seres imaginarios.
  • Faltaba todavía una víctima para que los forasteros, y muchos de los antiguos habitantes de Macondo, dieran crédito a la leyenda de que Remedios Buendía no exhalaba un aliento de amor, sino un flujo mortal.
  • ... porque su propia experiencia empezaba a indicarle que una vejez alerta puede ser más atinada que las averiguaciones de barajas.
  • Sintió, en medio de las tinieblas, que lo arrojaban desde lo más alto de una torre hacia un precipicio sin fondo, y en un último fogonazo de lucidez se dio cuenta de que al término de aquella inacabable caída lo estaba esperando la muerte.
  • Vio los payasos haciendo maromas en la cola del desfile, y le vio otra vez la cara a su soledad miserable cuando todo acabó de pasar, y no quedó sino el luminoso espacio en la calle, y el aire lleno de hormigas voladoras, y unos cuantos curiosos asomados al precipicio de la incertidumbre.
  • ... porque Amaranta se había hecho a la idea de que se podía reparar una vida de mezquindad con un último favor al mundo, y pensó que ninguno era mejor que llevarles cartas a los muertos.
  • "Un minuto de reconciliación tiene más mérito que toda una vida de amistad."
  • "- Lo que me choca de ti - sonrió - es que siempre dices precisamente lo que no se debe."
  • ... la ansiedad del enamoramiento no encontraba reposo sino en la cama.
  • El ánimo de su corazón invencible la orientaba en las tinieblas.
  • Intrigado con ese enigma, escarbó tan profundamente en los sentimientos de ella, que buscando el interés encontró el amor, porque tratando de que ella lo quisiera terminó por quererla.
  • ... y se lamentaba de cuánta vida les había costado encontrar el paraíso de la soledad compartida.
  • ... y que en cualquier lugar en que estuvieran recordaran siempre que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más destinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera.
  • "El mundo habrá acabado de joderse - dijo entonces - el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga."
  • El primero de la estirpe está amarrado a un árbol, y al último se lo están comiendo las hormigas.
  • La incertidumbre del futuro les hizo volver el corazón hacia el pasado.
  • ... era incapaz de resistir sobre su alma el peso abrumador de tanto pasado.
  • FRASE FINAL: Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.
Por fortuna, Macondo no es un lugar, sino un estado de ánimo 
que le permite a uno ver lo que quiere ver y verlo como quiere.






domingo, 7 de diciembre de 2014

El Reino de los colores.

     Una vez al año, el Rey invitaba a todos los dignos habitantes del pueblo a un gran asado en el Palacio Real. La gente hacía cola desde temprano para ocupar los lugares mejor ambientados, y evitar así sentarse al fondo, cerca de la fosa donde los leones aspiraban la caída de algún pueblerino desorientado. Eran mesas largas de madera, pintadas de azul, con sillas violetas. Las paredes eran redondeadas, sin tocar el suelo, de color naranja, como el disfraz del rey, que en vez de corona llevaba una peluca. Los guardias tenían armas sin filo, y la entrada tenía el cartel de “salida” pegado abajo, donde nadie lo viera. El ambiente era ideal, la música sin notas en séptima sonaba de fondo, casi sin percibir el ruidoso amontonamiento de suspiros.
     Al sentarse, la gente tenía que aplaudir y gritar su nombre, así el rey sabría que familia vino. La familia que no venía, estaría condenada a pasar una década en blanco y negro, sin ni siquiera poder ver el amarillo radiante del sol primaveral. A los pocos minutos de pasadas las 12 del mediodía, los sirvientes vestidos de lila, negro, verde, y amarillo, portando un gorro de un color desconocido, venían e iban trayendo comida, agua, gaseosa, jugos, limones, carnes, chorizos, morcillas, chinchulín, riñón. Era una fiesta colorida llena de comida y ganas de creer que el rey era el mejor.
     La carne estaba pintada de colores que no alteraban el gusto, solo la visión. El rey tenía carne de colores diferentes a los del pueblo. Los jugos eran ideales, y el agua siempre era azul, como el hielo cuando detrás de él se pone al mar. La sal era amarilla, para encontrar a los viciosos. El tomate era verde, la lechuga roja, la zanahoria blanca, la remolacha celeste, el huevo azul, la cebolla negra. Entre todo, los leones devoraban sobras, y a uno que se cayó por mirar el camino, que era verde, pero no por el pasto, sino por el verdín. Mi tía siempre cuenta que los primeros asados reales, el ambiente era más pálido, y que todo había cambiado cuando el rey vio por primera vez un arco iris. Que significativo fue semejante hecho que en ese presente instante nadie supo su consecuente realidad.
    Luego de todo, el postre venía despacio, sin que nadie lo viera llegar. Las tortas eran de muchos colores, tenían pinta de ser ricas, pero en realidad, eran deliciosas. El café transparente, que te permitía ver el azúcar flotar, era lo mejor. El gusto era ideal, era minucioso el hecho de que uno pidiera una galletita para acompañarlo. Pero en vez de eso, los sirvientes de color rosa traían alfajores de dulce de leche blancos, negros, rojos, amarillos y color “café”. Ese color lo conocía yo solo por haberlo visto en una revista de moda en Jamaica, ya que acá, no existía el color. Ni la revista. Ni la moda. Y así y todo, somos felices. Siempre el detalle final era caminar a la vuelta, llenos de comida, por los campos violeta, saboreando el interesante deseo de nunca caer en la tristeza. 


martes, 2 de diciembre de 2014

Querida Ana

continuación de http://palabrassobrelahoja.blogspot.com.ar/2014/11/bar-centrico-en-un-otono-primaveral.html

"Al buscar en los bolsillos el dinero para pagar el viaje, encontré una carta jamás enviada, pero si guardada, que tenía escrita la palabra “Ana"”


Querida Ana:
     Me quedé pensando si llegaste bien a la estación. Sé que las calles se doblan sin previo aviso, las esquinas no son esquinas, y la gente no es muy amigable como para demostrar que uno está perdido. Debes haber visto a la distancia el tren llegando, ya que saliste 10 minutos después del horario de salida del mismo desde la estación de Mercedes. Me siento cansado de todo lo que habrás esperado, acá la gente se quedó saludando tu sombra, tu ausencia ya es un paradigma sólido y sinuoso.
     Desde ayer que pienso en si habrás encontrado el camino de vuelta a tu felicidad. Siempre dudé sobre tu capacidad para amar, para conquistar hombres, y para errar palabras. Solo sentí pánico cuando no te vi acá, y te vi allá, a lo lejos, al abrazo de un desconocido. Pero antes de ayer me acordé de tu sonrisa, y esa sensación de placer símil a beber unas medidas de whisky me devolvió el alma al cuerpo. Hoy medito sobre donde estarás, debes estar feliz, o intentando. Yo mientras tanto, juego ajedrez, leo no uno sino dos libros, aprendo a sonreír sin causa ni necesidad, y pienso si realmente se necesita sonreír.
     Desde donde estoy yo, todo parecería enderezar el rumbo. El cielo nunca se vio tan celeste, parece agua, un pequeño mar sin olas, que cada tanto se llena de espuma, como nubes, sin sol. Te saboreo en cada esquina, creo que te extraño hasta en la enfermedad misma. Te aplaudo en la ignorancia del triunfo caliente y sincero, esperado, rozando la tempestad, caminando sobre columpios estáticos, sin pensar en la yerba del mate pasado, quemado, sin gusto. Me encantaría tenerte acá, al lado, sobre el mar profundo y dormido, para que entiendas que mi inconsciencia es consciente, que mi sinceridad es una mentira a mi intento de inhibir las palabras que hoy declararían mi amor hacia tus ojos, esclavos de la memoria, sin perderla tan de golpe. Me pregunto, a donde te fuiste, tan rápido, que ni tiempo a tomarte de la mano me diste, sin pensar entonces, en que las flores que alguna vez te regalé, morirán llenas de agua, por ausencia directa del encanto más gigante, simplemente vos. Pero, entre tanto, entiendo que todo lo que fue, ya no es, ya no será, al menos que ambos dos queramos encantarnos de nuevo, al menos que ambos dos queramos fundirnos en un beso de esos que los fotógrafos mueren, las películas los usan de imagen, y tu perfume se me impregna para siempre.
     Pero ésta carta, si el hombre del correo tiene ganas, el camión sale a horario, no se rompe el motor viejo en la ruta, la ciudad abre las puertas, el distribuidor del correo tiene ganas de trabajar, la carta no se perdió, y el cartero es un tipo inteligente, que se da cuenta que en realidad tu calle no es Yrigoyen sino Irigoyen, como el abogado, te llegará en 3 semanas, para lo cual, quizás sea tarde. Y si no lo es, nada detendrá el interesante intento de dormir sobre tu piel, casi sin tocarla, bebiendo café mientras la lluvia mata los planes al aire libre, mientras el viento te aferra a mí y yo a vos, mientras el gris plateado azulado del cielo argentino te conquista para que te quedes acá un rato más, sin importar el día y la noche, el chocolate, un pequeño acertijo, un diario viejo, Hyde Park, Piazza del Popolo, San Siro, Hôtel National des Invalides, Rialto, Ponte Vecchio. Aprenderé así, a esperar, a calmar la ansiedad acoplada a ésta necesidad calamitosa de verte. Mientras tanto, dibujo tu imagen en mi mente abandonada por la imaginación, por la originalidad, perdida.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Carta de Julio Cortázar a Lucienne C. de Duprat.

Fragmento
Mendoza,  Argentina.
16 de diciembre de 1945.

“Cherè amie:

Iniciar una carta para usted es como comprender repentinamente que se está al fin de un largo viaje y sentir la dulzura de volver a los antiguos hábitos, a los afectos de siempre. Se viaja de muchas maneras, y aunque sea un poco pedante hacer citas literarias, me acuerdo ahora de que Xavier de Mistre no necesitó apartarse de su habitación para cumplir un largo itinerario y darnos uno de los libros más encantadores de la literatura francesa. Yo vuelvo ahora de un viaje que empezó en el mes de septiembre, en esta misma Mendoza, y que me ha dejado muchas experiencias, no pocas amarguras y un poco más de vejez en el alma. Durante todo ese tiempo –que trataré de resumirle dentro de un instante- viví al margen de amigos y de toda correspondencia; apenas si algunas líneas a casa pudieron llevarles noticias de mi situación y mis problemas. Todo eso ha pasado ya, vivo tranquilamente y me dispongo a viajar a Buenos Aires para pasar el Año Nuevo con los míos (ya que desgraciadamente deberé quedarme en Mendoza para Navidad). Pero recién ahora comienzo a contestar tantas cartas atrasadas, y a pedir perdón a los amigos que tal vez –pienso en usted- me lo acordarán.”

lunes, 17 de noviembre de 2014

Bar céntrico en un otoño primaveral.

    Un hombre pide un café en un bar en el centro de la ciudad. De camisa, pantalón negro, zapatos. Fuma con la ventana abierta, pegado al sol. Hojea una agenda con más años que él mismo. Muerde la parte alargada y estética del anteojo que se apoya en la oreja derecha de la persona. Da una pitada. Se acerca el mozo y le deja el café. El hombre tarda unos segundos en advertir el movimiento del transitorio peón. Otra pitada, azúcar en mano. Levanta la vista con aire de sobrador, y admira el sol que le cae en la cara.
     Se cierra la puerta (dejando afuera al frío), y entra una señora. Se pone a esquivar mesas, bajando la mirada para ver sus pies, y subiéndola para saludar a otra mujer, vestida de camisa floreada, que la espera agitando el brazo como despidiéndose. Se hunden en un abrazo, se enredan, entre el coso que sirve para colgar los anteojos de una, con la cartera de la otra. Se sueltan, y se sientan al grito de “señor”, mirando al mozo. Una se acomoda el pelo. La otra se miente a si mismo, diciendo “nada nada, me estoy cuidando” cuando el mozo le preguntaba si quería pedir algo. Se aleja con el pedido, dándoles la espalda sin intención.
     Los malabaristas de la esquina intentan, mediante el uso de su destreza, obtener ese objeto circular, metálico, pequeño, con números y dibujos históricos, para poder aplaudir el día Los autos ignoran esto, los colectiveros controlan relojes. El policía charla con el verdulero sobre fútbol. Las más antiguas creencias pasan de largo aquí. Salgo apurado entre el vacío. El bar enciende las luces. Se cae el día. Miro al pasar el detalle de mi camisa, manchada del café más atónito.
     Al subir al taxi, me acuerdo de aquel verano, en la pileta del club, en el que me acerqué para enseñarte mediante una explicación breve, que no había nada más hermoso que vos. Y tu cara, paralizada, que dibujó sin preámbulos esa sonrisa inconsciente, involuntaria, propia, signo característico que el piropo había llegado al medio de tu corazón. Al buscar en los bolsillos el dinero para pagar el viaje, encontré una carta jamás enviada, pero si guardada, que tenía escrita la palabra “Ana”.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Libros 1

"Se había cansado de esperar al hombre que se quedó, a los hombres que se fueron, a los incontables que erraron el camino de su casa confundidos por la incertidumbre de las barajas. En la espera se le había agrietado la piel, se le habían vaciado los senos, se le había apagado el rescoldo del corazón."

Extracto, página 66, de "Cien Años de Soledad", de Gabriel García Marquez.

lunes, 3 de noviembre de 2014

Diario de un Esquizofrénico: "Eterna caminata del último sincero"

     Una vez me encendí el último cigarrillo del día a las 5 de la mañana. Era temprano entre tantas dudas. Me caminé el recorrido ideal desde mi cama al baño, sin distraer el viaje con el viento del norte o el frío del sur. Soñé durmiendo sobre espacios dispuestos en mi mente. Me encerré en razonamientos ilógicos que intentaban demostrar las cosas que hoy en día ni siquiera analizo, porque mientras más se analiza, más se enreda. Mientras más se piensa, más se equivoca, el humano debería vivir del sí y del no, no del porqué. Pero, eso es difícil, la caminata seguía, y yo no debía pensar en nada más que llegar al baño y matar al freno de mi eterno sueño.
     Al día siguiente comprendí que nunca había sido feliz. Me vi en un futuro poco inmediato, saboreando los barrotes de una cárcel, creando amistades con la muerte, para que no me llevara sin antes poder abrazar a una mujer y sentir que con mi abrazo, ella cree en el amor. Sentí impulso de cantar, de crear cosas inhumanas que hoy completaran mi vida. Pensé, entre los llantos de los acompañantes del cortejo fúnebre que entraba al cementerio, que ayer era el único que nunca había sido indispensable para nadie. Y, a pesar de pensar sin entender lo que la cabeza me decía, me aplaudí a mí mismo, ignorante del sentimiento ajeno a la culpa automatizada por intentar hacer lo que uno creía correcto.
       Ahora que dejé de trabajar, consecuencia de mi desempeño agotador, me siento más libre. Viviré eternamente de mis 3 jubilaciones, con mis nietos, mis hijos, mis perros y mis canarios, acá y allá, en el campo y en la ciudad. Algo en mí, me decía que todo esto era falso, que era producto de mi imaginación entorpecida. Pero ignoré ese “algo”, y seguí caminando al baño, a pesar de que las piernas ya estaban cansadas, y que el frío realmente me estaba atormentando. Estaba mal esto; me estaba distrayendo.
     Al final, me senté en el sillón, a esperar la llegada de lo más hermoso. La señorita descendió sigilosamente por la escalera, como si una especie de silencio la trajera desde el más allá, tan hermosa que encandilaba. Tan linda era, que mi mente no hizo más que imaginarla conmigo el resto de mi vida, y mi corazón, estúpido de sorpresa, latía tanto que si lo quería conocer, lo escucharía en la nada. La tomé de la mano, y la llevé al baile del colegio, fines del año 72, diciembre, calor. Subimos al auto, y ahí llegué al baño, y entendí que los barrotes si eran producto de mi imaginación. Pero el resto, no. El resto era tan real como la carta que te envié, declarándote mi amor, sabiendo que más que una alegría, haberte conocido había sido una de esas cosas que la gente define como lo único que le puede robar una sonrisa cunado la angustia supera cualquier barrera que uno intente interponer entre ser feliz, y caer en un pozo eterno de depresión, que solo se sale por donde se entró, como cualquier pozo. Perdón si te sorprende esto, pero a mí me fascina sorprenderte. Voy a dejar los zapatos para que el sol los seque. 


Las Bicicletas

Una a una se iban amontonando las bicicletas sobre la vereda de doña Alicia, cada pequeño participe de la historia que se estaba celebrando en aquel fondo de Lobos ocupaba su lugar en el verde césped. Ahí estaba Juan, el creador de alegrías, disfrazado de momia coqueta, llenando un par de vasos con el néctar de los héroes. Alzo el cristal transpirado a lo alto del cielo nocturno, porque así creía el que debía ser un brindis. Un encuentro magnético de una misma intención, que se resumía en unas pocas palabras dichas al mundo, en medio de la oscuridad. “Por  la sed verdadera” dijo, “Por la sed verdadera” se escucho del otro lado del puente donde estaba Cristian, el que veía lo que otros no, disfrazado de hobbit. Ambos ubicados en una esquina de la fiesta, compartiendo la foto con Freud, que analizaba a La mujer Maravilla; El pibe Valderrama y una cocina con hornallas apagadas atacando a Helena de Troya, Marylin, y Cleopatra; un sugus de ananá intentando moverse a la par de Elvis; un Huevo Kínder, y tantísimos más. Todos formando una heterogénea masa que bailaba en la más histórica de las coreografías.
La luz de aquel patio reflejo estrellas en el cielo, y Lorena, la de cálida voz, que iba vestida de Minnie, las uso para guiar su bicicleta hacia allí. Intento entrar en absoluta invisibilidad, pero Cristian, el que veía lo que otros no, la descubrió. Quiso disimular detrás de un sorbo largo de cerveza toda su alegría por encontrarla allí. Pero así como Cristian, fue el único capaz de ver a Lorena al entrar, Juan, el creador de alegrías, fue el único en notar aquella sonrisa en su compañero. Juan, que iba vestido de momia, no lograba ver a Lorena aun, entonces intento, como era su costumbre, inventar las semillas de aquella sonrisa. Pensó: “solo aquellos que mañana no tengan nada que hacer, pueden beber del pico. El resto, los que tienen que trabajar, que estudiar, que hacer mandados, o que dormir, pedirán vasos, y serán controlados por Cristian, aquél que ve lo que otros no ven. Levanten sus copas, y brindemos por el fin de la carrera”. Al mismo tiempo, todos levantaron las copas, los vasos, los bidones, los picos, las faldas y los suspiros. Chocaron en el aire con la nada misma, y rieron a carcajadas luego del fondeado. La luz era tenue a la distancia, solo se veía lo que uno quería ver.
                Arturo, El Soñador de Lobos, llegó tarde, la calle estaba llena de sueños, y él amaba los sueños. Si uno quería soñar, tenía que pedirle autorización a él. Llegó junto a su esposa, Promesa, la impuntual, quien nunca anunciaba su horario, para no contradecir su nombre. Entre su llegada y la del último invitado, pasaron 25 personas más, de las cuales 24 eran humanos y 1 era ET, no se sabe aún si vestido o real. Solo se sabe que su bicicleta también se estacionó sobre lo de doña Alicia. Bailaron hasta el amanecer, se tomaron todo lo que pasaba el esófago, y se comieron todo lo que el cuerpo no devolvía (aunque algunos, eran la excepción). Mirta y sus pequeños se fueron temprano: ella es maestra jardinera y ellos peones de su jardín. La familia más numerosa no se podía ir; si se iban, la mitad del césped quedaría al descubierto, la fiesta se vaciaría.
Mucha gente recordó siempre la fiesta que organizó Juan, el creador de alegrías, quien, entre tantos invitados, no paraba de despilfarrar sonrisas. A la mañana del siguiente día que sucedió a la fiesta, el diario titulaba “Gran noche”, y debajo de aquel titular, “seremos ancianos, seremos ciegos y sordos, y ya no podremos entender las cosas que mañana irán a impresionarnos sin ensuciarnos la cara”, y mi prima dormía y roncaba, sin tener en cuenta que ayer alguien estaba a su lado, y hoy, la radio era lo único vivo en su pequeña habitación, hablándole de un momento Épico.


http://corazonesypensamientos.blogspot.com.ar/ (Luciano Blanco)
http://palabrassobrelahoja.blogspot.com.ar/ (Patricio Di Salvo)



domingo, 26 de octubre de 2014

Diario de un Esquizofrénico: "El Diseñador de cielos"

     Jorge era el nombre de pila del hombre mejor pago de toda la ciudad. Cuando murió, entre sus billetes y autos, se encontró una carta en la que el mismo contaba la verdad de porque tenía tanto dinero. Su fortuna era incalculable, era imposible de cuantificar, era incomparable; una mujer anciana, de esas que lo saben todo, decía que era proporcional a la mita del doble del tamaño de una cancha de fútbol. Se tardaron quince días en darse cuenta que, entonces, era como una cancha. Ese día que murió, estuvo nublado, muy feo.
     Siempre se supo que su trabajo era bien rentado; tenía una joyería, la mejor del pueblo, en la que compraban todos. Desde los ricos, los pobres, los famosos. Incluso, gente de otro país, de otros mundos. Vendía relojes, cadenas, colgantes, anillos, aros, detalles de decoración, más relojes, lámparas, repuestos, otros anillos, señaladores, corbateros. De todo. Ni él sabía todo lo que vendía, casi como no saber que tan grande era su fortuna. Pero tuvo que abandonarlo, a la edad de 68 años, por causas que solo la familia sabe. Su hijo, Jorgito, quedó a cargo de la Joyería, ubicada en la avenida principal del pueblo, junto a un amigo de la infancia, que olía mal, era petiso, y no sabía cuanto era la mitad del doble de una cancha de fútbol. El pueblo siempre recordó ese día; llovió mucho, tanto que hasta el agua salada se hizo dulce.
     Al morir de un delirio agudo, que se vio complicado por un cuadro depresivo, Jorge fue enterrado con honores en el cementerio. Estaba fresco, el sol se había ido, pero no llovía. Tenía 77 años, 2 hijos, 6 nietos, 1 esposa, 2 perros, 6 autos, 3 casas y un campo sembrado de enseñanzas. Su otro hijo, Miguel, estaba de negro encorvado sobre el cajón, casi como acariciando la única conexión material con su difunto padre. Se le acercó el mago del pueblo, y le dio una nota doblada. Miguel lo miró y se reincorporó. Llamó al pueblo entero, y los hizo escuchar.
     "Mi mayor secreto fue mi mayor alegría. Nunca quise ocultar lo que me hacía tan feliz. Ni el amor de mi vida lo supo. Ni mis hijos. Nadie. Y no fue por creerme superior. Simplemente, el decirlo anularía el objetivo; lease, no podrían tener más atardeceres o amaneceres dignos de disfrutar. En efecto; fui Diseñador de Cielos. Estudié en la Universidad Agrícola. me recibí con honores, y trabajé solo. Construí cielos, muchos, todos los que vieron. Disfruté mucho el poder hacerlos, cada uno generaba algo en ustedes que a mi me llenaba el alma. Éste trabajo era casi el mejor pago (el mejor es ser Dios, según me han dicho), además de ser el casi más lindo (el trabajo más lindo es poder ver a la mujer de tu vida). Le ponía el sol, algunas nubes con formas, luz, sombras, lo despejaba, lo volvía a nublar, lo inundaba con agua y llovía. Cuando cumplía años lo hacía nublado, así venían a casa a pasar el día. Ponía el tocadiscos, café, torta, tostadas, y algo para charlar. Navidad y año nuevo siempre eran lindos. Las tormentas eran difíciles de hacer; no quería que se me vaya la mano con los rayos. Nadie me controlaba, y me pagaban mucho. Una vez, me cansé de hacerlo, y llovió una semana. Me cansé de la lluvia, asique, lo volví a hacer, con más ganas. Los pájaros no querían aparecer, improvisaba con hojas en otoño y con flores en primavera. Las otras dos estaciones son fáciles; en verano no hay nada y en invierno está lleno de nieve. Así trabajé 9 años, 2 meses, 3 semanas y 2 días. Hasta que una mañana primaveral llegó el telegrama, que decía "...agradecemos sus servicios prestados..." y abajo lo firmaba la Asociación de Paisajes y Lluvias. Eran 2 hojas, con agradecimientos. Era el fin. Mi fin. Me habían reemplazado. Por primera vez en mi vida, era prescindible. Lloré casi todo lo que pude. Y me deprimí. Y acá estoy, explicando de donde provino mi fortuna y mi felicidad. No crean que no fui bueno en lo que hacía; piensen hace cuanto no llueve más de 60 veces por año."
     La carta estaba firmada. Miguel se quedó serio. El pueblo, mudo. Nadie razonaba. Todos miraron al cielo, y se quedaron fijos en ver como el sol empezaba a salir, con los pájaros a la cabeza, rindiendo homenaje a la más linda de las locuras.


jueves, 23 de octubre de 2014

Ojos que no ven.

     Siempre admiré a los no videntes, o ciegos, como quieran llamarlos. Me genera admiración el verlos desenvolverse en el mundo con tanta tranquilidad, con tanta seguridad, sabiendo que no pueden vislumbrar a lo que se enfrentan constantemente. Además, y eso es lo que más me sorprende, están siempre bien vestidos, son siempre amables, y nunca se lamentan de lo que les pasa, por lo menos, no en público. Nunca me pasó que uno me diga "sabes que pasa pibe; yo soy ciego." No demuestran ni dan lástima. Sorprenden sabiendo la ubicación de las cosas, contando los pasos, reconociendo sonidos. Siempre está el envidioso por naturaleza que te dice "y claro, si no ven, el resto se les hiperdesarrolla." Claro, si, es verdad. Pero no ven. Y vos si. Y vos ves como negativo lo que a ellos le permite tener una mínima independencia. Vos ves cosas que ellos, por suerte (para ellos) no ven. Vos te ves al espejo y pensás que estás gordo o flaco o linda o fea. Ellos no se ven, por lo cual, no se preocupan si los adjetivos que los definen son positivos o negativos. No pensaste eso, ¿No?. Bueno, un ciego convive consigo mismo en un mundo paralelo al que vos vivís. En ese mundo, el ciego es reino absoluto de un montón de cosas, como por ejemplo, sentir amor sin apreciar la belleza, aplaudir un sonido sin saber de donde proviene, y quizás, esquivar a la muerte por no sufrir cuando mira por la calle y ve como el mundo se cae a pedazos. Eso si, en ese mundo paralelo, el ciego añora poder ver de frente a la mujer más hermosa del mundo, o poder ver un partido de Racing a estadio lleno. Pero ambas cosas no le quitan el sueño. El no vidente pide ayuda porque moralmente está bien visto, pero el podría cruzar la calle sin que vos le agarres la mano y te alejes luego sonriendo porque hiciste la buena acción del día. Es menester afirmar entonces, que todos en algún momento, aunque sea un ratito, nos gustaría ser ciegos, para evitar algo que frente a los ojos, no es posible de ignorar. Ser ciego en algún punto, es ser inmortal.

jueves, 2 de octubre de 2014

Misterioso final sin placebo.

     Es irrefutable el hecho de extrañar en la soledad a los que en la compañía nos enseñan a jugar ajedrez. Es menester siempre tener en cuenta que el "se puede estar peor" no puede ser nunca un justificativo. Es absurdo creer que si vivieras 100 años lograrías la felicidad sin vueltas. Es importante querer siempre avanzar cuando no tenes ni siquiera a donde ir para atrás. Como que, con el pasar de los años, fui determinando diferentes directrices que algún día iban a comandar mi mundo sin rumbo. Fui diseñando planes, que casi al mismo instante, deseché. Y mientras viajaba en el colectivo, yendo hacia el punto sin retorno, iba contando los postes y admirando el atardecer. Que adicción que tengo por los atardeceres, no puedo no verlos. No puedo no querer desayunarlos, aunque sería, temporalmente, imposible. Si la retina pudiese conectarse a una pc, transmitiría las imágenes de mi vida, más que nada, los atardeceres. Aunque, razonando lo ilógico, uno comprende que la logística es una falacia. Mi vida siempre fue un montículo de problemas, desde la base. Que placer el poder caminar sobre la vereda, sin necesidad de gritarle a otro lo que uno quiere decir. Me voy a sentar sobre el banco a beber coñac y tomarme la pastilla para ser feliz. Es redonda, de varios colores, tantos que parece un arco iris. Miro enfrente, y una señora de vestido violáceo me sonríe, sin tener idea quien soy. Yo, sin tener idea quien es, le sonrío. Y así es como se construye una anécdota, que esa señora va a contarle a sus nietos, quienes de grandes dirán, que una vez, su abuela, le sonrió a un hombre que, sentado en un banco, a un pedazo de calle de distancia, le devolvió la sonrisa, sin reclamarle nada a cambio, más que esta necesidad, de transmitir la anécdota.
   

lunes, 29 de septiembre de 2014

Diario de un Esquizofrénico: "Nunca supe cuando era mi cumpleaños"

     Terminaba el invierno. Estaba sentado en mi casa, mirando televisión. La radio de fondo, como decorando el ambiente. La pava rozando el fuego, para que el mate no queme. El frío que golpeaba, estaba áspero afuera. El diario abierto, sección economía. Los cigarrillos lejos, tan lejos que si me hacen un cuestionario, no fumaba más. Una taza vacía, con restos de café. El lápiz marcando un libro de Saramago, que estaba abierto en la página 254. Al lado, un cuaderno escrito con lapicera negra, sin saber donde estaba la lapicera, con marcas, líneas, flechas. El viento que tiraba abajo la ventana, ni un rayo de sol. La soledad a veces es lo único que te puede poner bien. Miraba el espejo y me devolvía la imagen de una persona que hoy en día ya no está. Gritaba el nombre de mi mujer, y nadie respondía. Creo que nunca iba a aprender a convivir con el hecho de que ya no podía cuestionar más a mi vida, sin tener el criterio clínico para hacerlo. Entre los papeles, encontraba recetas médicas, con medicamentos que una vez escuché a uno de guardapolvo mencionar como "los más importantes para usted", mirando a la cara a un tipo que se parecía al que el espejo me devolvía. ¿Cómo iba a saber yo que ésta realidad que estaba describiendo era real o no, si ni siquiera podía saber si el impresentable que aparecía en el espejo, era yo? Me deprimí tanto, que agarré el cuaderno. Busqué la lapicera en el mismo cajón que encontré el revólver y un pedazo de cinta, que estaba atada a un cartel que decía "úsese bajo responsabilidad". Eso me estaba salvando, yo no era responsable de nada, ni siquiera, de poder decirles mi nombre. Agarré la lapicera, y tomé el cuaderno, y cuando iba a escribir algo que me ayudara a romperme, leí lo que estaba allí sobre las hojas. Era algo así como lo que, en ese momento, hubiese escrito.

     "Una vez me di cuenta que iba a morir sólo. Que nadie iba a estar conmigo las primeras mañanas de mi nuevo cumpleaños. Me di cuenta, que dejé escapar cualquier tipo de amor que existiera. Que nunca valoré y que me la pasé llorando lo que hoy en día no tengo ni cerca. Ni una cosa ni la otra me permite hoy cerrar el libro de lo que ayer llenó mi boca de palabras. Caminé y camino sólo sin pensar en que si estiro la mano, siento un apretón, propio del inconsciente que siempre busca rellenar los vacíos patológicos, como si existiese uno que nos haga feliz. Me di cuenta que el poder tener la libertad no siempre te garantiza la sonrisa. Me doy cuenta que el fracaso está acá, conmigo. Siento una impotencia difícil de explicar. No termino de comprender como, pero el mundo se me viene abajo. Estoy como encerrado en una caja que esconde lo que una vez me hizo feliz y ahora me gustaría tener. Pero ahora estoy triste. Tanto, que no tengo ganas ni de terminar el cigarrillo. No quiero ni mirarme al espejo, es peor la imagen. La cena se enfría. La cama se prepara para recibirme. Y yo con dolor de panza, de esos que te hacen mojar los ojos. Que triste es sentirse así, triste. La gloria del beso que tus labios entreguen no podría ni mojarme la oreja, A pesar de eso, pienso que lo mejor es intentar. Pero, ya me cansé de intentar, de equivocarme. Soy el error tras el error, no aprendo ni por cansancio. Te quisiera acá y estás allá, sonriendo de la mano de alguno que de idiota, no tiene nada. Al que tiene el doctorado de estúpido, lo tenes escribiendo éstas lineas, las cuales no hacen más que firmar con aclaración la nota que declara culpable de mi mal estado, a mi mismo. Y yo que una vez creí saber todo, no se nada. Sé menos que algo. Sé poco. Un error siempre es recordado más que un acierto. Un error es el punto de partida para la crítica. Para el dedo acusador, el violento desengaño por la gloria y la peste misma. Brindemos, no hay motivos. Al menos que consideres un motivo el saber que vas a morir solo."

     Sin fecha, la tinta no parecía estar fresca, pero tampoco que haya pasado mucho tiempo. El día me hizo imaginar todo lo que ahora me estaba pasando. La ausencia de ganas de fumar, las ganas de dormir, y la soledad. Y el hecho de saber, de que cometí más errores que aciertos. Ahora es preciso comprender que para ser feliz debo convivir con lo que hice siempre mal, para poder así no repetirlo. Aunque, es de humano tropezarse dos veces con la misma piedra. Y es de loco el tropezarse siempre con la misma piedra, pero no contarla, porque cada tropiezo puede ser la primera vez. Aunque, si tenemos que titular esto, es muy triste admitir, que no se cuando es mi cumpleaños.

martes, 2 de septiembre de 2014

Diario de un Esquizofrénico: "El Viejo Estadio"

                Siempre me gustó ir al almacén del barrio a comprar una leche y unas galletitas, y ver que la señora que me atendía, que era la mujer del dueño, el cual estaba en la vereda vestido de jean y camisa, pasando la escoba, anotara en un cuaderno marca “Gloria” de hojas amarillas, cuánta plata había ingresado al local. Era digno de barrio, de vereda y de conocidos éste hecho, el poder decir “buen día Rosa”, el poder intercambiar opiniones sin miradas desafiantes ni rechines de dientes.
                Hubo una mañana que llegué a la misma esquina, y el almacén estaba cerrado. Doña Rosa no daba noticias, estaría durmiendo quizás. Consternado por ésta ausencia, tomé el tranvía de la calle Gibson, hasta la esquina de Roca. Caminé 5 cuadras en dirección al viejo estadio, doblé en Urusti y me metí al centro del Barrio Libanés, lleno de polacos encendiendo pipas y tomando vodka puro. Al entrar al local de ropa que no entendía porque iba, me frené de seco y medité. Y ahí descubrí que la verdadera razón por la cual había tomado el tranvía, había sido para escapar a la rutina. Salí del local y empecé a caminar por las calles angostas, tan angostas que las bicicletas te rozan los codos y los niños te superan en altura. Me fui vendiendo al silencio del umbral del dolor de mi pie gastado y con ampollas, pero feliz de que una vez en la vida, podía aplaudir sin mirar a quien.
                Era tarde en la mañana del atardecer de la noche de ayer que hoy relato. Me senté a escribir en un viejo tronco abandonado en los costados de una cancha de fútbol barrial que tenía más tierra que el mismísimo desierto. Había chicos pateando estrellas en arcos montados sobre nubes. Una mujer de bolso negro que miraba. Dos cigüeñas debatiendo destinos, una linterna que daba oscuridad, y tu sonrisa tapando el siniestro destino. Me di cuenta que si quería ser feliz, tenía que empezar por no pensar. Y no pensar, es lo que más le cuesta al ser humano. Porque siempre es más fácil pensar que actuar, si uno piensa y actúa, y se equivoca, suaviza el error diciendo “lo pensé”. Pero si actúa sin pensar, y no logra lo cometido, se castiga, pero en realidad, debería aplaudirse. Es imposible que entendamos eso. Quizás viéndolo al revés, tenga más lógica.
                Cuando revisé el bolsillo, buscando el boleto de vuelta a la rutina, me encontré con el papel de la carta enviada por mi hermano, viviendo en territorio azteca. A la distancia, me decía lo mucho que me quería y me extrañaba, lo mucho que le gustaba el tequila y los tacos, y lo mucho que seguía al equipo barrial, al equipo del pueblo. Yo le había contestado no hace mucho, diciendo que el viejo estadio seguía estando en la avenida Roca, y que el nuevo iba a construirse no se donde, ni no se cuando. Pero que iba a construirse. Él me dijo después, mediante otra carta enviada desde el desierto, que nunca dejara de ir al viejo estadio, ya que en él habían tesoros jamás encontrados, como goles, gritos, aplausos, jugadas, maravillas y algún que otro silencio escondido. Yo ahí entendí que en realidad, nunca fui al barrio libanés, ni que quise comprarme ropa. Yo entendí que quise cumplir el deseo de mi hermano. Ahora estaba feliz, leyendo esta carta, sobre el campo de juego del viejo estadio, escribiéndole a la eternidad un pedazo de historia personal.

                

lunes, 1 de septiembre de 2014

Cortázar y van...

Te amo por ceja, por cabello, te debato en corredores 
blanquísimos donde se juegan las fuentes de la luz, 
te discuto a cada nombre, te arranco con delicadeza de cicatriz, 
voy poniéndote en el pelo cenizas de relámpago 
y cintas que dormían en la lluvia. 

No quiero que tengas una forma, que seas 
precisamente lo que viene detrás de tu mano, 
porque el agua, considera el agua, y los leones 
cuando se disuelven en el azúcar de la fábula, 
y los gestos, esa arquitectura de la nada, 
encendiendo sus lámparas a mitad del encuentro. 

Todo mañana es la pizarra donde te invento y te dibujo, 
pronto a borrarte, así no eres, ni tampoco 
con ese pelo lacio, esa sonrisa. 

Busco tu suma, el borde de la copa donde el vino 
es también la luna y el espejo, 
busco esa línea que hace temblar a un hombre 
en una galería de museo. 

Además te quiero, y hace tiempo y frío.


lunes, 25 de agosto de 2014

Diario de un Esquizofrénico: "Luli"

                Cuando quise acordarme, el tren estaba muy lejos. No quedaba nadie en la estación, más que el guarda que, quitándose la gorra, iba en busca de su refugio. Hacía frío, de ese tipo de frío que te congela los huesos. Y el viento daba miedo, soplaba desde el sur trayendo un aguanieve que decoraba toda la vía. A lo lejos veía el tren, que se iba metiendo en la ausencia de nitidez visual para mi ojo cansado. Me prendí un cigarro y me dispuse a admirar el alrededor, buscando un sol que no estaba, una alegría que tampoco. Quizás estaba en el último vagón.
                Mechita estaba callada. El tanque de agua decoraba el punto opuesto, Bragado era un trámite. El viento soplaba más fuerte, ya mi campera no era resistencia para tanta violencia. Escuché a la distancia un auto que cruzaba las vías gastadas de tan poco trajín. Un pequeño perfume de la señora que limpia la estación me llenó los ojos de recuerdos. Preferí irme, por lo cual, debía salir de la estación. Pero su paz, consecuencia de la nada misma, me llenaba el alma.
                Salí, y caminé por el costado, rodeando un pequeño jardín. Caminé sobre el asfalto y llegué a la calle, desierta, seca, callada, ansiosa. Pasó una bicicleta frente a mis ojos, no se si alguien iba en ella o no, no me sorprende. Ni tampoco me interesaba entender. El tercer cigarrillo se encendía sin haber consumido el segundo, estaba fresco en medio de la desolación. Caminé en dirección a mi casa, pensando que mi vida era una vuelta constante de ritmo, de baile, silencios y un montón de palabras. El vecino menos cordial me estrechaba la mano, pero dudo hasta de mis propias preguntas. No sé si a la noche me autoinsulto de tan desconfiado que soy, aunque aún el día de hoy no entiendo porque me pasa esto. Brindé con el paisaje, y encaré la calle. A la distancia, estaba la plaza “Brigadier General López”, vaya a saber quien era ese. Me senté en un banco, y saqué de mi interior el diario, que titulaba algo que no leí. Solo vi que había un título. La estatua estaba cansada, la miraba y me daba pena el frío que debía estar pasando. Ahí me acordé de Luli, y que se había ido, y que la extrañaba, y que iría corriendo para llegar al tren. Empecé a correr, pero al hacer 6 pasos, entendí lo irracional de mi razonamiento.
Ella se enojaba si le decía Lu, a ella le gustaba Luli, “me gusta como suena la i al final, le da más sentido a la ternura” me decía, mientras cebaba mate. Ese tren era el último sueño que tuve de ella, hasta no se cuando. Quizás mañana volvía, aunque lo dudo; nunca los trenes vuelven tan rápido. Si no es ahora, es ayer, es mañana. Ya la extrañaba, pensé en tomarme un remis hasta el tren. Pero cuando me paré, me di cuenta que no había remis que pudiese seguir un tren. Lo más lógico sería llegar y pedirle a Matilda que dibuje un tren, encuadrarlo, ponerle perfume (como el de la señora de la estación), y colgarlo en mi habitación. Aunque, capaz para ese entonces, Lu ya podía haber vuelto. Ojalá nunca lea esto, se enojaría si no dije Luli.
Tenía ganas de una coca con hielo, o mejor, un té con galletitas. Pero en casa no había gente, por ende, encaré para la pulpería, que quedaba en la segunda vuelta que diera con mis pasos a la derecha. Entré, y me senté al final de todo, para que ningún vecino me viera, y me reconociera, y se acordara de mis antepasados. El mozo vino vestido de policía y me pidió que ordenara. Así lo hice, y así se fue. Mientras contaba monedas y billetes, todos de número bajo, saqué el cuaderno y el lápiz gastado, para dibujar una sonrisa. Al dibujarla, me acordé de Luli, que debía estar llegando a Mercedes. El viento soplaba fuerte, y las paredes parecían no sentir el empuje de la naturaleza. La recordaba a Luli, y sonreía, sin saber porque, para lo cual, se acercó el mozo, que era vecino de mi tía, a traerme la cerveza. Se fue y no saludó, “que mal educado” pensé, mientras apagaba el cigarrillo, que nunca prendí. Entre las miles de ideas, escribí.
                “Cuando me siento en el final del camino, entiendo que para poder aplaudir sin que exista un espectáculo, me alcanza con poder mirarte y comprender, que tu sonrisa cura todos los males, aleja todos los fantasmas, festeja todas las derrotas. Sos ante todo, lo único que en toda mi vida, me dio más de un motivo para no dejar de amarte. Sos, enfrente de mis jefes, la mejor excusa para la ausencia, el mejor logro para el festejo, el mejor libro para la sabiduría, la mejor noticia entre la tristeza. Y ahora que quiero agarrarte y no puedo, siento que en sí, todo depende de cuan lejos te vayas. Porque aprendí a conocer la distancia entre los ojos de tu cara, y los ojos que nos miran cuando nos amamos. Y podemos estar así por horas, porque ninguno hace el amor, solamente, matamos al tiempo, envueltos en los propios brazos de la esperanza y la belleza de hoy poder contar que mis mañanas son ideales para amar. No te vayas muy lejos Luli, no quiero esperarte. Me aburre contar las horas para tu vuelta, no me gusta tirar la piedra y que si no cae en los números, nadie me la pueda alcanzar. No me dejes de querer Luli, no quiero olvidarte. No te olvides de mi Luli, acá voy a estar”.
Luli debía estar leyendo esto, no se desde donde. Terminé la torta, y salí del bar, envuelto en la camisa de lana que me regaló la tía. Caminé y me enfrenté al pueblo entero que venía a reprocharme algo que hasta hoy, no se bien que es. Digamos que no recuerdo lo que estoy escribiendo, por decirlo de alguna manera. Solo se que el humano sin amor, es tan frágil como el vidrio de una copa de vino, o la rama de una planta naciente. Todos somos duros hasta que nos congelamos. El problema es con aquél que nos congela.






                

jueves, 21 de agosto de 2014

Oasis - Stand By Me

Los tiempos son difíciles cuando las cosas no tienen sentido
Encontré una llave sobre el piso
Tal vez tu y yo no creamos en las cosas que encontramos detrás de la puerta

Si te vas ¿me llevarás contigo?
Estoy cansado de hablar en mi teléfono
Pero hay una cosa que nunca podré darte
Mi corazón nunca será tu hogar.

jueves, 7 de agosto de 2014

Conocí a Cortázar

                Hola maestro, hoy pude visitarlo. Finalmente. Sentí una gran alegría al verlo. Lo noto bien, feliz, acompañado como usted quiere. Veo que recibe muchas visitas, que lindo eso, que lindo sentirse querido. Pero usted, ¿Cómo andará allá arriba? ¿Qué cuenta? ¿Hay cigarrillos? ¿Vino? ¿Algo de café? Imagino que si. ¿Una tiza? ¿Piedras? ¿Juega a la Rayuela? Que contará… Acá todo es un poco de lo mismo. La gente sigue haciendo ruido en los edificios, los pisos no son acústicos, los amores siguen siendo baratos, y aún no se creó nada que reemplace a las velas para tomar un buen café en una noche fresca. Quizás esto compita con la caída del sol en París, imagen única, como todas. Nada nuevo bajo el sol.

                Me quedé pensando, mientras leía los nombres de los otros vecinos del barrio, si usted es feliz. Si llega a fin de mes. Si odia más de lo que ama, o ama más de lo que se puede odiar. Vio que, uno odia hasta que los dos se aman, eso es ley. Me pensé todo, y el agua se fue, está caluroso. Pero estoy feliz de poder estar aquí, con usted, dándole la mano. Sepa que lo admiro, que su forma de expresarse es única. Que aprendí más de lo que leí cuando tuve sus escritos en la mano. Que sus palabras siempre son sabias, y que es un empuje para la lectura, la escritura, el beso, el mate, el café, el viaje, la sonrisa y el poder llegar al cielo. Créame. Admirar es difícil, más si nunca pude verlo en persona, más si no pude verlo en televisión vivo, más aún, si ni siquiera compartimos época. Por ende, mi admiración es mayor.

                Y, dígame, ¿extraña? Porque acá, se lo recuerda todo el tiempo. Se lo recuerda mucho, aunque los recuerdos solo pueden cambiar el pasado menos interesante, se lo sigue recordando mucho. En la tele, en la radio, su nombre y apellido siempre son mencionados. Por unos o por otros. No tanto igual, pero bastante. Si puede, pase por unos amargos, aunque por como está la situación acá, sumado a que hace 20 años ya que no sale de ahí, difícil. Quizás sea mejor que se quede, y que sigamos hablando así, en un feedback falso pero útil. Créame cuando digo que lo queremos. No paro de conocer gente que me habla bien de usted, parece que fueran amigos suyo, sin importar si coincidieron o no algunas horas en un sofá o una película con usted. Si viniera lo entendería.

                Ahora si, creo que me voy a ir. Se hace tarde para caer en algún bar, y darse tiempo para la cena. Sepa que me gustó venir, que lo admiro mucho, y que su muerte por más lejana que sea, me sigue haciendo masticar bronca. Comencé a leerlo casi sin querer, y ahora lo considero necesario. Por eso, el poder venir a acariciarlo o hablarle, a pesar de que esté hablando con una cerámica, me hace sonreír. Me hace cumplir una deuda pendiente conmigo mismo. Me hace sentirme muy feliz. Las flores, los carteles, las frases, las rayuelas, los boletos del metro, las piedritas. Gracias por enseñarme a dar cuerda a un reloj, a jugar a la rayuela, a viajar por autopistas, a llegar al cielo, a enamorarme, a creer y descreer. Gracias por mostrarme París con sus palabras, por contarme de apartamentos, de hoteles, de Notre Dame, de la Torre Eiffel, Pont Des Arts, Pont Neuf, El Louvre, Old Navy, Rue Martel, Dauphine, los Jardines de Luxemburgo y el Barrio Latino que rodea lo que hoy es el epicentro de una pasión, consecuencia directa de mezclar palabras con ganas de quemar cabezas, un poco de tinta y hojas, y acá estamos, en París, 1 menos veinte de la mañana del 24 de julio del 2014, relatando en papel y lápiz lo feliz que estoy de poder decir que estuve con Julio Cortázar. Chau Maestro, que descanse.


PD: ¿Lo dejan escribir ahí arriba?





 





sábado, 2 de agosto de 2014

Actualización de mi estado

     Ya dejé de sentir lástima por tus besos, e incluso, no los necesito, tengo de sobra aquí junto a las monedas, para guardar y pegarmelos en navidad, y susurrarme palabras y enriquecerme de placer, y darme cuenta que a la mañana, el espejo no te muestra, y eso, es un mal trago, de esos que te dan dolor de panza.


jueves, 31 de julio de 2014

Ex feliz.





Abre los ojos
Toma ese consejo que te ilumina la cara.
No sientas culpa, no es de humano el no sentir amor.
Cerrá la puerta, está fresco.
Andá y servite una medida de whisky.
Sin hielo, así no pierde su función sedante.
Apagá el cigarrillo, ¿No viste el cartel?
¿Seguís mal? ¿Cómo es que te envolvió tanta tristeza?
Un día voy a enseñarte a ser feliz.
No me digas que ya lo sos, no veo la sonrisa.
Volvé a lo que te hacía bien.
Redescubrí tu vida.
Si querés fumar, anda afuera.
Que sueño, quiero un viento a favor con almohada.
Solo el sabio sabe lo que tiene que saber.
Eric Clapton suena en el monógrafo, bajá la luz.
¿y si, en vez de sentarte, te levantas?
Mujer sin ideas, camine hacia el verdadero amor.,

Dudar es darle lugar al error. 

domingo, 29 de junio de 2014

Consejo de Esculapio

¿Quieres ser médico, hijo mío? Aspiración es ésta de un alma generosa, de un espíritu ávido de ciencia. ¿Has pensado bien en lo que ha de ser tu vida?

Tienes que renunciar a la vida privada. La mayoría de los ciudadanos pueden, terminada la tarea, aislarse lejos de los importunos; tu puerta quedará siempre abierta a todos: de día y de noche. Vendrán a turbar tu descanso, tus placeres, tu meditación; ya no tendrás horas que dedicar a la familia, a la amistad o al estudio. Los pobres, acostumbrados a padecer, no te llamarán sino en caso de urgencia; pero los ricos, te tratarán como a esclavo encargado de remediar sus excesos sea porque tengan una indigestión, sea porque estén acatarrados, pues estiman en muchísimo su persona. Habrás de demostrar interés por los detalles más vulgares de su existencia, decir si ha de comer cordero o carnero, si ha de andar de tal o cual modo cuando pasea. No podrás ir al teatro, ausentarte de la ciudad, ni estar enfermo.

Eres severo en la elección de tus amigos; buscas la sociedad de hombres de talento, de artistas, de almas delicadas, pues bien, en adelante no podrás desechar a los fastidiosos, a los escasos de inteligencia, a los despreciables. El malhechor tendrá tanto derecho a tu asistencia como el hombre honrado.

Tienes fe en tu trabajo; ten presente que te juzgarán no por tu ciencia, sino por las cualidades del vestido, por el porte de tu capa, por la apariencia de tu casa, por el número de tus criados, por la atención que dediques a las charlas y a los gustos de tu clientela. Los habrá que desconfiarán de ti si no gastas barba; otros si no vienes de Asia; otros si crees en los dioses; otros si no crees en ellos. Tu vecino, el carnicero, no te concederá su clientela si no eres parroquiano suyo, y lo mismo ocurrirá con el tendero y con el zapatero. Habrás de luchar de continuo contra las supersticiones de los ignorantes, pues no hay portero que no sea capaz de dar consejos a un enfermo.

Te gusta la sencillez; habrás de adoptar la actitud de un augur. Eres activo, sabes lo que vale el tiempo; tendrás que aguantar relatos que arranquen del principio de los tiempos, para explicarte un cólico; ociosos te consultarán por el solo placer de charlar, serás el vertedero de disgustos, de vanidades.

Sientes pasión por la verdad; ya no podrás decirla. Habrás de ocultar a algunos la gravedad de su mal; a otros su insignificancia. Habrás de ocultar secretos que posees, consentir en ser burlado, ignorante, cómplice. La medicina es una ciencia oscura, que los esfuerzos de sus fieles van iluminando de siglo en siglo. No te será permitido dudar nunca, so pena de perder todo crédito; si no afirmas que conoces la naturaleza de la enfermedad, que posees un remedio infalible para curarle, el vulgo irá a ver charlatanes, que venden la mentira que necesita.

No cuentes con agradecimientos; cuando el enfermo sana la curación es debida a su robustez; si muere, tú eres el que lo ha matado. Mientras está en peligro, te trata como a un dios, te suplica, te promete, te colma de halagos; no bien está en convalescencia, ya le estorbas; cuando se trata de pagar los cuidados que le has prodigado, se enfada y te denigra. Cuanto más egoístas son los hombres, más solicitud exigen del médico; cuanto más codiciosos, más desinteresado ha de ser él. Aquellos mismos que se burlan de los dioses, le confieren sacerdocio para interesarlo al culto de su sacra persona.

No cuentes con que este oficio tan penoso te hará rico. Te lo he dicho: es un sacerdocio, y no sería decente que produjera ganancias como las que saca un aceitunero, o el que vende lana. Te compadezco si sientes afán por la belleza; verás lo más feo y más repugnante que hay en la especie humana. Habrás de pegar tu oído contra el sudor de pechos sucios, respirar el olor de míseras viviendas, los perfumes harto subidos de las cortesanas, palpar tumores, curar llagas verdes de pus, contemplar las orinas, escudriñar los esputos, fijar tu mirada y olfato en inmundicias.

Cuántas veces un día hermoso, soleado y perfumado, al salir de un banquete o de una pieza de Sófocles, te llamarán para un hombre que, molestado por los dolores de vientre, te presentará un bacín nauseabundo, diciéndote satisfecho: «¡Gracias a que he tenido la precaución de no tirarlo!». Recuerda entonces que habrá de parecer interesarte mucho aquella deyección.

Hasta la belleza misma de las mujeres, consuelo del hombre, se desvanecerá para ti. Las verás por la mañana desgreñadas, desencajadas, desprovistas de sus bellos colores y olvidando sobre los muebles parte de sus atractivos. Cesarán de ser diosas para convertirse en pobres seres afligidos de miserias sin gracia. Sentirás por ellas más compasión que deseos. ¡Cuántas veces te asustarás al ver un cocodrilo adormecido en el fondo de la fuente de los placeres!

Tu vida transcurrirá como a la sombra de la muerte, entre el dolor de los cuerpos y de las almas, entre los duelos y la hipocresía que calcula a la cabecera de los agonizantes; la raza humana es un Prometeo desgarrado por los buitres.

Te verás solo en tus tristezas, solo en tus estudios, solo en medio del egoísmo humano. Ni siquiera encontrarás apoyo entre los médicos, que se hacen sorda guerra por interés o por orgullo.

Únicamente la conciencia de aliviar males podrá sostenerte en tus fatigas. Piensa mientras estás a tiempo; pero si, indiferente a la fortuna, a los placeres de la juventud; si sabiendo que te verás solo entre las fieras humanas, tienes un alma bastante estoica para satisfacerse con el deber cumplido sin ilusiones; si te juzgas bien pagado con la dicha de una madre, con una cara que sonríe porque ya no padece, o con la paz de un moribundo a quien ocultas la llegada de la muerte; si ansías conocer al hombre, penetrar todo lo trágico de su destino... ¡hazte médico, hijo mío!

domingo, 15 de junio de 2014

Papà

                Cuenta la leyenda, que los padres son los consejeros del mundo. Esa misma leyenda, nos habla de creencias, de experiencias, de misterios, y de muchos abrazos al aire. En sí, eso son los padres, voces de experiencias, que siempre traen cierto misterio, el cual uno realmente cree, y termina abrazando ese concepto, que hoy en día nos forma como seres humanos. El padre, papá, viejo, papucho, es un concepto bien humano, no está vista la desconsideración de los padres en si, hablando en los dos géneros. El padre y la madre son el piso del pilar que yo llamo “familia” y que es imprescindible en todo ser vivo. Papá está en todos lados, y al mismo tiempo, parece que no está en ninguno. Y sin embargo, inconscientemente, lo está. Pero uno no se percata, la construcción subjetiva del personaje es consecuencia directa de las palabras sabias que uno de bebé escuchaba, y que de más grande entendía. El viejo es así, es duro como el metal, es necesario como el aire, y es irreemplazable. Y a uno le genera felicidad verlo, aprender de él, estar a su lado. Es un Edipo eterno que uno construye con estos especies de animales que nunca vemos de donde vienen pero si sabemos a dónde van, porque vamos con ellos. Y al seguir hojeando la leyenda, me entero de muchas cosas, que solo genera una sensación de validez por pensamientos retrógrados, y aplaudo, en mi interior, la dicha que tenemos de poder decir papá a alguna persona que en nuestro ambiente usamos como referencia cuando la vida te deja el pie. Y la leyenda me cuenta, que si un día el camino se desvía, no debemos tomar un mapa, ya que la imaginación de querer aventurarnos, nos hará ignorar el camino correcto, el cual será marcado con el dedo por un padre, que con su seguridad manifiesta, callará las dudas que surgen, si es que lo hacen. Más allá de todo texto, que pueda convencer al lector de la veracidad de mis palabras, creo que hablo por más de uno en decir esto, y en considerar a mi papá el mejor del mundo. Y eso es una utopía, no se puede ser el mejor, sin competir con otros contrincantes. ¿Y cómo se hace eso? Quizás se divida por cantidad de hijos, o edad, o trabajo, o ubicación, o club de fútbol. Y sin embargo, considero que el mío es el mejor, y vos consideras que el tuyo es el mejor, a pesar de que se enoja a la mañana, o que te grita si haces  algo mal. ¿Y eso lo hace peor? Nada lo puede hacer peor, todo lo que lo hace peor, es porque vos lo consideras negativo. Pero no existen leyes que digan que así se es padre. Y si las hay, quémenlas, que las escondan, nadie las lea; no debe haber nada más lindo que ejercer el único trabajo sin paga de la forma que vos consideras correcta, lo cual se va a condecir con tus principios, fundados en la memoria de los que ayer te iluminaron el camino. Y así aplaudo en forma diminuta, el poder brindar con un padre y con varios y con miles. Y me imagino que siempre seré feliz por poder entender el concepto de querer sin odiar, de tener sin necesitar, de aprender y valorar. Feliz día, a ti, a vos, a él, y al que quiera sentirse feliz. 

domingo, 1 de junio de 2014

Anexo F32 subgrupo A

Sobre lo que alguna vez fue estrella del teatro de palabras de mi anterior recuerdo ingenuo, se construyó un camino decorado con las frases que alguna vez me ayudaron a elegir el destino. Y a pesar de que el destino es elegido por un montón de astrónomos que al momento de nacer, sortean lo que pasará con nuestra sonrisa, no dejo de creer en la variable "yo". Y en la fórmula que define este torneo sin penales, mi persona es una variable imprescindible en todo sentido, tanto como para bajar la cabeza y seguir el camino, o para enfrentar lo que pasa y tener el mismo miedo que ayer me frenó y me bloqueó, y que hoy es motivo de aplausos sordos y despilfarro de felicidad.

sábado, 17 de mayo de 2014

El lugar más bonito del mundo. Ann Cameron.

Fragmento final

- Abuela, ¿lo es? - pregunté.
- ¿Es qué?
- ¿Es San Pablo el lugar más bonito del mundo?
La abuela me miró pensativa:
- El lugar más bonito del mundo puede ser cualquiera. - me respondió.
- ¿Cualquiera? - repetí.
- Cualquiera en el que puedas llevar la cabeza alta y en el que te puedas mostrar orgulloso de ti mismo.
- Si. - asentí

     Pero me quedé pensando que allí donde hay alguien a quien se quiere muchísimo y donde hay alguien que nos quiere de veras, ése sí que es el lugar más bonito del mundo.



Hombre de la esquina rosada. J. L. Borges

Cuento extraído de "Historia Universal de la Infamia"
1963

        A mi, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque el sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ése nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasíenta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condicion de Rosendo.
          Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ése era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos estábamos dende tempraño en el salón de Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban músicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño.
          La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversion estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la companera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz.
          Para nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada.
          Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros —puro italianaje mirón— se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jue ver ése planazo y jue venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ése viento de chamuchina pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara con el antebrazo y dijo estas cosas:
          —Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero , y de malo , y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mi, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
          Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga. Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del milato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo.
          En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio.
          ¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzo lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dió con estas palabras:
          —Rosendo, creo que lo estarás precisando.
A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frio.
         —De asco no te carneo —dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con esos ojos y le dijo con ira:
          —Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre.
Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga y a los demás de la diversión, que bailaramos. La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y grito:
          —¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida!
          Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango.
          Debí ponerme colorao de vergüenza. Dí unas vueltitas con alguna mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y jui orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿para quien? A la vuelta del callejón estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentre a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dió coraje de sentir que no éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del barrio.
         —Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo —me rezongó al pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del Maldonado; no lo volví a ver más.
          Me quedé mirando esas cosas de toda la vida —cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos— y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿Que iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao, más obligación de ser guapo.
          ¿Basura? La milonga déle loquiar, y déle bochinchar en las casas, y traía olor a madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de estrellas como para marearse mirándolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche se había podido aviar el hombre alto. Para esa y para muchas, pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta.
          Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo.
Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno de los nuestros había rajado y que los norteros tangueaban junto con los demás. Codazos y encontrones no había, pero si recelo y decencia. La música parecia dormilona, las mujeres que tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es mía.
         Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió.
         Ajuera oimos una mujer que lloraba y después la voz que ya conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien, diciéndole:
          —Entrá, m'hija —y luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse.
         —¡Abrí te digo, abrí gaucha arrastrada, abrí, perra! —se abrió en eso la puerta tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró mandada, como si viniera arreándola alguno.
         —La está mandando un ánima —dijo el Inglés.
         —Un muerto, amigo —dijo entonces el Corralero. El rostro era como de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, dió unos pasos marcados —alto, sin ver— y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con él, lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecia un lengue punzó que antes no le oservé, porque lo tapó la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura que no sabe quién es y que no es Rosendo. ¿Ouién le iba a creer?
          El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dió Ia vuelta redonda y volvío a mi mano, antes que falleciera. “Tápenme la cara”, dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio.
         —Para morir no se precisa más que estar vivo —dijo una del montón, y otra, pensativa también:
          —Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas.
         Entonces los norteros jueron diciéndose un cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte después.
         —Lo mató la mujer.
         Uno le grito en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con sorna:
          —Fijensén en las manos de esa mujer. ¿Que pulso ni que corazón va a tener para clavar una puñalada?
         Añadí, medio desganado de guapo:
          —¿Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida después?
         El cuero no le pidió biaba a ninguno.
         En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el puñal. Por ahí paso después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno le hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un pobre dijunto indefenso, después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no se si le arrancaron las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el apuro para salir.
          Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano.
          Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una lucecita, que se apagó en seguida. De juro que me apure a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.