Un hombre pide un café en un bar en el centro de la ciudad.
De camisa, pantalón negro, zapatos. Fuma con la ventana abierta, pegado al sol.
Hojea una agenda con más años que él mismo. Muerde la parte alargada y estética
del anteojo que se apoya en la oreja derecha de la persona. Da una pitada. Se
acerca el mozo y le deja el café. El hombre tarda unos segundos en advertir el
movimiento del transitorio peón. Otra pitada, azúcar en mano. Levanta la vista
con aire de sobrador, y admira el sol que le cae en la cara.
Se
cierra la puerta (dejando afuera al frío), y entra una señora. Se pone a
esquivar mesas, bajando la mirada para ver sus pies, y subiéndola para saludar
a otra mujer, vestida de camisa floreada, que la espera agitando el brazo como
despidiéndose. Se hunden en un abrazo, se enredan, entre el coso que sirve para
colgar los anteojos de una, con la cartera de la otra. Se sueltan, y se sientan
al grito de “señor”, mirando al mozo. Una se acomoda el pelo. La otra se miente
a si mismo, diciendo “nada nada, me estoy cuidando” cuando el mozo le
preguntaba si quería pedir algo. Se aleja con el pedido, dándoles la espalda
sin intención.
Los
malabaristas de la esquina intentan, mediante el uso de su destreza, obtener
ese objeto circular, metálico, pequeño, con números y dibujos históricos, para
poder aplaudir el día Los autos ignoran esto, los colectiveros controlan relojes.
El policía charla con el verdulero sobre fútbol. Las más antiguas creencias
pasan de largo aquí. Salgo apurado entre el vacío. El bar enciende las luces.
Se cae el día. Miro al pasar el detalle de mi camisa, manchada del café más
atónito.
Al subir al taxi, me acuerdo de aquel verano, en la pileta del club, en el que me acerqué para enseñarte mediante una explicación breve, que no había nada más hermoso que vos. Y tu cara, paralizada, que dibujó sin preámbulos esa sonrisa inconsciente, involuntaria, propia, signo característico que el piropo había llegado al medio de tu corazón. Al buscar en los bolsillos el dinero para pagar el viaje, encontré una carta jamás enviada, pero si guardada, que tenía escrita la palabra “Ana”.
Al subir al taxi, me acuerdo de aquel verano, en la pileta del club, en el que me acerqué para enseñarte mediante una explicación breve, que no había nada más hermoso que vos. Y tu cara, paralizada, que dibujó sin preámbulos esa sonrisa inconsciente, involuntaria, propia, signo característico que el piropo había llegado al medio de tu corazón. Al buscar en los bolsillos el dinero para pagar el viaje, encontré una carta jamás enviada, pero si guardada, que tenía escrita la palabra “Ana”.
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