Yo estaba aquí, y vos estabas allá, con el pelo suelto sobre
tu espalda, algunos rulos. Me serví el último pedazo de realidad, y me senté a
devorar mis ganas de abrazarte. Vos a la distancia, me susurrabas al oído
frases que ni el mejor de los ignorantes podría llegar a comprender. Pero eran
hermosas. Te miré de reojo, sin perder la atención a mi porción de comida, con
un poco de vino que ayuda a despabilar las ideas y sacar sonrisas. Vos seguías
en tu mundo, sin perder la noción que alguien se te estaba enamorando. Los dos nos
quedamos ahí, en el bar de la esquina de las calles Romero y Olmo, del barrio
más porteño entre los provincianos. Los dos
queríamos encontrarnos sin buscarnos, desafiando al destino, culpando a las
casualidades. Me imaginé en otro lugar, pero con vos, y ahí la sonrisa terminó
mi cena, que no era real, pero existía.
Me acerqué
a la ventana del bar, que ya estaba vacío y cerrado, y miré como las gotas de
lluvia decoraban la tarde. El amarillo del sol a lo lejos, y el frío del
invierno que se acercaba. Me prendí un cigarro, no sin antes abrir la ventana,
solo un poco, estaba fresco. Me quisiste acompañar, con otro pucho sin demora,
como si lo necesitaras para calmar las ansias de querer ser feliz. Dos cafés,
que vicio que tengo por esta bebida. Otros dos cafés, una tarde entera de
anécdotas, risas y papel. Los cigarrillos se terminaban, como el tiempo para
que entiendas las cosas. Brindé solo en mi conciencia, mi objetivo estaba siendo
realizado.
Porque en
sí, mi objetivo era disfrutar de tu risa, entre tanta maleza que tapa todo lo
lindo que puedo aspirar a tener. Me miré en el espejo del baño, con mi cara
eterna de querer un poco más. Salí y me senté frente a tus ojos, que miraban el
atardecer. Y cuando iba a hablar, preferí besar, sabiendo, que disfrutas más los
besos, porque son más reales, ya que no se piensan. Uno no piensa como besa, ni
si besa porque quiere o porque se le ocurre. Uno besa porque el cuerpo le
demanda un beso. Uno besa porque sabe que es lo más sincero para expresar
cariño. Es como el cigarrillo o el café, no se puede decir que no. En realidad,
si se puede, pero el no hacerlo es peor que el no poder fumar. O tomar un café.
Y ese
beso fue eterno, fue pasando los minutos que intentaban distraernos de esta
expresión única de pasión. El café se enfriaba y yo seguía mirando el amarillo
del sol, de esta tarde de invierno que moría lentamente, como mi etapa eterna
de soledad sin prejuicios ni diarios de domingo. Mis semanas escondidas,
opacadas por las noticias que llegaban de no se donde ni no se cuando, que no
hacían más que amargarme, ya eran cosa del pasado. Ahora tenía motivos para
abrir botellas de vino, comer comidas copiosas, quedarme hasta altas soras
matando libros en compañía de una morocha, con el sol amarillo a lo lejos, de
este invierno otoñal que me hacía recordar a la mejor de las primaveras. Me senté
luego en el sillón, mientras el mozo que había vuelto de la ausencia generada
por mi mente extraviada, se acercaba a una mesa a tomar los pedidos. Vos a la
distancia, me sonreías, y yo caía en el mundo ideal que cualquier persona
quiere caer. Te guiñaba el ojo y vos sonreías aún más, y así podíamos estar por
días. Pero recordé que lo mejor de todo esto, es que es real. Ya no estaba soñando
como paisajes ni caminos. Estabas ahí. Eras única e irrepetible, y, tal vez, lo
mejor de todo lo lindo.