Siempre
me gustó ir al almacén del barrio a comprar una leche y unas galletitas, y ver
que la señora que me atendía, que era la mujer del dueño, el cual estaba en la
vereda vestido de jean y camisa, pasando la escoba, anotara en un cuaderno
marca “Gloria” de hojas amarillas, cuánta plata había ingresado al local. Era
digno de barrio, de vereda y de conocidos éste hecho, el poder decir “buen día Rosa”,
el poder intercambiar opiniones sin miradas desafiantes ni rechines de dientes.
Hubo
una mañana que llegué a la misma esquina, y el almacén estaba cerrado. Doña
Rosa no daba noticias, estaría durmiendo quizás. Consternado por ésta ausencia,
tomé el tranvía de la calle Gibson, hasta la esquina de Roca. Caminé 5 cuadras
en dirección al viejo estadio, doblé en Urusti y me metí al centro del Barrio
Libanés, lleno de polacos encendiendo pipas y tomando vodka puro. Al entrar al
local de ropa que no entendía porque iba, me frené de seco y medité. Y ahí
descubrí que la verdadera razón por la cual había tomado el tranvía, había sido
para escapar a la rutina. Salí del local y empecé a caminar por las calles
angostas, tan angostas que las bicicletas te rozan los codos y los niños te
superan en altura. Me fui vendiendo al silencio del umbral del dolor de mi pie
gastado y con ampollas, pero feliz de que una vez en la vida, podía aplaudir
sin mirar a quien.
Era tarde
en la mañana del atardecer de la noche de ayer que hoy relato. Me senté a escribir
en un viejo tronco abandonado en los costados de una cancha de fútbol barrial
que tenía más tierra que el mismísimo desierto. Había chicos pateando estrellas
en arcos montados sobre nubes. Una mujer de bolso negro que miraba. Dos cigüeñas
debatiendo destinos, una linterna que daba oscuridad, y tu sonrisa tapando el
siniestro destino. Me di cuenta que si quería ser feliz, tenía que empezar por
no pensar. Y no pensar, es lo que más le cuesta al ser humano. Porque siempre es
más fácil pensar que actuar, si uno piensa y actúa, y se equivoca, suaviza el
error diciendo “lo pensé”. Pero si actúa sin pensar, y no logra lo cometido, se
castiga, pero en realidad, debería aplaudirse. Es imposible que entendamos eso.
Quizás viéndolo al revés, tenga más lógica.
Cuando
revisé el bolsillo, buscando el boleto de vuelta a la rutina, me encontré con
el papel de la carta enviada por mi hermano, viviendo en territorio azteca. A la
distancia, me decía lo mucho que me quería y me extrañaba, lo mucho que le
gustaba el tequila y los tacos, y lo mucho que seguía al equipo barrial, al
equipo del pueblo. Yo le había contestado no hace mucho, diciendo que el viejo estadio seguía
estando en la avenida Roca, y que el nuevo iba a construirse no se donde, ni no
se cuando. Pero que iba a construirse. Él me dijo después, mediante otra carta
enviada desde el desierto, que nunca dejara de ir al viejo estadio, ya que en
él habían tesoros jamás encontrados, como goles, gritos, aplausos, jugadas,
maravillas y algún que otro silencio escondido. Yo ahí entendí que en realidad,
nunca fui al barrio libanés, ni que quise comprarme ropa. Yo entendí que quise
cumplir el deseo de mi hermano. Ahora estaba feliz, leyendo esta carta, sobre
el campo de juego del viejo estadio, escribiéndole a la eternidad un pedazo de historia
personal.
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