Luego de
la curva que bordeaba una especie de lago artificial, vi un cartel. “5 km combustible”.
Me relajé, la tensión del pensar en el remolque se alejó. La estación tenía un
techo dos aguas, dos surtidores en línea, un auto viejo estacionado al costado
y dos motos. La entrada y la salida no tenían marcas, era tierra mezclada con
piedras. A los costados, el campo. A lo lejos, la noche, y el sol peleando con
la luna que reclamaba su turno. Detuve el auto pegado al primer surtidor. Descendí
y abrí la tapa del tanque, que susurró un “gracias” imaginario. Coloqué la manguera
en la tapa, e inicié la carga. Mientras, decidí caminar por el lugar. No salía
nadie. Dentro de la edificación, veía un mostrador, algunas mesas. Un hombre de
sombrero tomando un café. Otros dos en la barra sin hablarse, mirando la
madera. La mesera que iba y venía mintiéndose a sí mismo sobre la ausencia de
trabajo que había. Sonaba blues. “King”, pensé. En eso, sale un muchacho, me saluda
y se queda al lado del surtidor. Entonces, me acerqué al alambrado que separaba
todo del campo, y me encendí un Chesterfield, el segundo del día.
Era peculiar
el color rosado que aparecía entre el celeste platinado que invadía mi cabeza,
y el amarillento naranja rojizo que suavemente aterrizaba en el final. Era digno
el momento, tanto manejar había valido la pena. Cada vez hacía más frío, la
amplitud térmica de ésta zona era abismal. Sentía los pies fríos, el pantalón
inútil, la remera como un decorado. Me puse un buzo negro con capucha, y seguí
mirando. Justo aquí no había montañas, pero no había dudas que mis ojos
apuntaban al oeste. Había dos copos de un árbol proximal al molino, y unas
ramas de algunas plantas que crecían hasta cierta altura, como si la naturaleza
les dijera “hasta ahí, que van a tapar al espectador”. Se veía el horizonte, el
sol muriendo, con el amarillo fuego concentrado que quemaba todo intento de
día. La nostalgia me tocó el hombro, recordé atardeceres de verano en el barrio
de mi infancia, entrenamientos en el club de mi vida, días de lectura, noches
de amor, y un montón de cervezas con amigos. El sol no se iba, tenía tiempo
para seguir contando las estrellas imaginarias que habían caminado junto a mí. Busqué
sin éxito alguna nube para distraer la vista. Solo por encima del sol había
como un guiño, indefenso frente al cielo despejado. Siempre quería poder vivir
en el campo, pero yo digo que el humano debe vivir en el desastre para conocer
la relajación, al revés no sirve. Los grillos se presentaban, marcando tarjeta
para entrar a trabajar. Quería buscarlos, quería sentarme con ellos para
admirar más atardeceres del mañana. Estuve a punto de pedir un puesto de
trabajo, pero sabía que el amor me conduciría lejos de ése lugar. Detrás, la tecnología,
el auto, el ayer y el hoy. Adelante, la relajación, el vox populi, el
Panteón de Roma y la Torre Eiffel, la felicidad. Me sentía en el clímax, pocas
cosas podían relajar tanto como el silencio de la naturaleza y vos. Ni siquiera
el pasar de los autos, que era escaso, opacaba éste encuentro. El molino estaba
inmóvil, en un asta veía un pájaro que parecía admirar la misma belleza que mi
lóbulo temporal transformaba en recuerdo. Me acordé de ella y de mí, del beso,
del abrazo, del regreso, del mensaje diciendo “ansío verte”, de la respuesta diciendo
“estoy en camino”. Me acordaba del silencio, me imaginaba sentado en una piedra
mirando al norte, auscultando sin elementos los latidos de mi vida. Y entre
tanto, me sinceré conmigo mismo, de que era momento de continuar.
Escuché
el sonido agudo del tanque lleno. El muchacho que sacaba la manguera, y se
metía dentro del bar. El sol comenzaba a retirarse. Un pájaro que había visto
todo desde el molino tomó vuelo por encima de la línea del horizonte. Fue allí
cuando saqué mi cámara y tomé una foto. Aquí la adjunto.
Fotografía tomada con una Olympus 35 UC que había pertenecido a un viejo amigo. |