Miraba
por encima de la pared al lejano camino que se bifurcaba sin previo aviso, sin
notoria coincidencia con el destino. Se asomaba cada tanto, a la ventana que
daba al parque San Martín, en la parte más externa del interior de su pequeño
pueblo. Él se animaba a contar estrellas, a mirar al sol sin pestañear, a
escribir la pared sin tener que borrarla. Y entre tantas cosas, tomaba un vaso
de agua, cantaba en inglés, acariciaba un perro viejo y se fumaba el tercer
cigarrillo del año. Era verano, terminaba la vida. Miró de nuevo la hora en el
reloj de madera colgado en la pared, y se dio cuenta que era temprano para
tarde, era hora para un beso. Salió de la habitación, atravesó la cocina, entró al vestíbulo. Esquivó un beso,
agarró un abrazo, escuchó un consejo y desestimó una campera acompañada de un “está
fresco”, que rebotó con un “hay sol”, opacando cualquier otro anuncio
meteorológico. Era único. Era especial. Caminaba sin pensar todo lo que
pensaba, era el mejor de todos. Y era, como se sabe, el dueño de su propia
sonrisa.
Pero él
era ignorante de la realidad. El colectivo no paraba, no era necesario sentarse
pensó, si el tren en algún momento iba a aterrizar. Esos pensamientos, la
confusión a flor de piel, el estado post ictal a nada, a un poquito quizás de coñac.
Pero hoy no es domingo pensó. Ayer no fue lunes. ¿Qué pasa? Dudaba de todo,
menos de él. Guardó las monedas sobrantes, se encendió el sexto cigarrillo del
día, y buscó el diario en la mesa del bar, sin entender porque el mozo le seguía
diciendo “ocho con noventa”. Para callarlo, le dio diez, para recibir el “gracias”
amable que todos esbozamos cuando se cumple nuestro pedido. Nunca antes, claro está.
Salió del bar, y se cruzó de vereda a las siguientes dos cuadras, para volver
de nuevo sobre sí mismo, y entender, que lo que le había pasado, era como
siempre, causa y consecuencia de haber sido considerado un loco por la
sociedad, por sus mentiras, sus acciones, sus vaivenes, su big bang ideológico y
conspiratorio, sobre el cual, ahora, sin meditar, estaba sentado. Pensó mucho.
Y entre
tanto, pensó en que todo lo que quiso, estaba ahí, en la punta de su mano. Una
casa, una familia, un trabajo, una idea, un abrazo, algunos besos, abrigos, un
tren, un avión, un colectivo. En realidad, el avión no estaba ahí, estaba allá,
cuando me despierto. Pero siempre sentía que le faltaba el amor. Le faltaba la
sospecha, el desengaño, la autoestima baja, el indiferente autónomo de amores
baratos y ciegos, de Saramago, Borges, Bioy Casares y Galeano, de un pedazo de
ayer que se transforma en hoy. Se quebró, emocionalmente, al verse en el
espejo, de camisa y pantalón de vestir, zapatos, listo para enfrentar lo que no
sabía. Vibró su suerte, cambió de sentimientos. Aquí y allá, el abrazo al
megáfono, al quizás mejor pago de la vida. Se burló de todos. “Acá me voy a
morir sin sentir amor” pensó, dando vueltas en la cama. “Que ganas de volver a
la vida”, volvió a meditar. Y se cerraba en esa idea, de no haber sentido amor.
De que desconocía lo que era aferrarse a alguien, y que ese alguien te
entregara sus más íntimos secretos. No conocía la bondad sincera, el beso
comprado ni la sonrisa envuelta en verdades, en abrazos eternos que no hacen
más que querer plasmar sobre la pared la imagen, ni un poco ni mucho, simplemente,
un poco de amor. No conocía el camino de ida, la propuesta amorosa, el desayuno compartido, el baño en espera. No conocía la mano con la mano, la presentación sonriente, el estar alegre sin motivo, el cosquilleo matutino. Y el nocturno. Y todo eso que él no conocía, que él ignoraba completamente, producto quizás de como se había movido, o de las elecciones que hizo siempre, priorizando nada por mucho. Entonces, se quedó allí pensando, sacando conclusiones. Anotando. Como siempre. “Eso debe salir más de ocho con noventa”, pensó. "Y el gracias seguramente lo termine diciendo yo".
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