"Alberto Gómez era un hombre de esos que la gente apoda “mayor”.
Era cálido, alegre, sincero, trabajador. Matero por oficio, parecía que hubiese
hecho un curso de cebador. Dos nietos, un perro, una mujer (fallecida). Jubilado,
vivía en una casa en la parte alejada de “Colerito”, un pueblo apagado, hundido
en la ausencia nefasta del domingo en familia y la torta mil hojas. El intendente
era, como decía Alberto, “un corrupto auténtico”, bien apodado según él. Y el
pueblo pegaba saltos y caídas en ese puente imaginario en el que se encontraba
siempre, sin llegar al otro lado, pero sin caer en el precipicio eterno que
conduce al monótono consuelo del ideológico nefasto y exclamativo.
Don
Gómez había sido soldado en el Ejército “Gral. Atuel” que participó en la “guerra
de los 15 minutos”, librada en un campo de batalla que a los 15 minutos se
inundó por las terribles lluvias de ese entonces, debiéndose suspender el enfrentamiento
bélico, para luego resolverlo con mates y facturas. “Acá quedó el estigma de
que somos cagones, y es así, lo somos”. El pueblo tiene diez manzanas, todas
rojas, casas de techos bajos, jardines coloridos, olores surtidos, caballos,
gallinas. Da placer caminarlo. Al fondo, el río “Morreli” hace ruido para que
no nos olvidemos que está ahí, matando la silenciosa tarde de sábado. Morreli,
no Borreli, como decía yo cuando era chico, y Don Gómez me retaba. Como se lo
extraña al viejo.
Al
llegar a la plaza principal, los árboles limitan perfecto el límite de ella. Bancos
gastados, tierra colorada, un dejavú constante, un retorno a mi infancia y
adolescencia, esos sentimientos atípicos, originales, únicos. En el medio, la
estatua de Gómez, con su sombrero y el mate al lado. “Aquí se rinde homenaje al único sobreviviente de la Guerra de los 15
minutos. Teniente General Alberto Gómez. QEPD. Febrero, 23, 1949”. Debajo,
pegado con cinta, bien rústico, un cartel blanco, escrito a mano (buena traza),
invitando a “Niños y niñas de 9 años en
adelante” a aprender a nadar. Abajo, un teléfono, y más abajo, “Escuela de natación Alberto Gómez”. Ahí
recordé lo importante que es saber nadar.
Me
alejé de la plaza con temor, es difícil soltarle la mano al pasado, más si te hizo
tan feliz. Pero, era necesario. Crucé la avenida, directo a una especie de “Café”.
Al ingresar, previo ruidito agudo de puerta que desconoce lo que es la grasa,
soñé despierto, a Gómez vivo, y a mi infancia allí. La mesa estaba limpia, el
mozo revisó su bolsillo mientras yo susurraba mi pedido. Que maravilla el olor
a memoria. Uno siempre recuerda, la mente vive de lo vivido, le es más fácil que
crear. Aunque, las ilusiones son las que nos mantienen vivos. Por eso yo estoy
así, por recordar lo que ya no será. Los abuelos, el colegio, los amigos. La vida es una constante sucesión de hechos que van, y no vienen. Es imposible
no querer volver para atrás. La torta mil hojas. La plaza. Los caballos. Se te dibuja una sonrisa con solo pensar un poco
en lo que viviste de niño."
Gómez, Mateo.
Febrero, 23, 1979.