Letras

"Todo mañana es la pizarra donde te invento y dibujo, pronto a borrarte, así no eres, ni tampoco con ese pelo lacio, esa sonrisa." Cortázar.

"Schopehnauer escribió que la vida y los sueños eran hojas de un mismo libro, y que leerlas en orden es vivir, hojearlas, soñar." Borges.

"La verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio". Cicerón

"La libertad está en ser dueños de la propia vida". Platón.

"Algunas veces hay que decidirse entre una cosa a la que se está acostumbrado y otra que nos gustaría conocer." Paulo Coelho

"En las adversidades sale a la luz la virtud." Aristóteles

"Lo que crece como resultado de la rudeza de los ignorantes no tiene efectos a no ser por casualidad". Umberto Eco

domingo, 26 de octubre de 2014

Diario de un Esquizofrénico: "El Diseñador de cielos"

     Jorge era el nombre de pila del hombre mejor pago de toda la ciudad. Cuando murió, entre sus billetes y autos, se encontró una carta en la que el mismo contaba la verdad de porque tenía tanto dinero. Su fortuna era incalculable, era imposible de cuantificar, era incomparable; una mujer anciana, de esas que lo saben todo, decía que era proporcional a la mita del doble del tamaño de una cancha de fútbol. Se tardaron quince días en darse cuenta que, entonces, era como una cancha. Ese día que murió, estuvo nublado, muy feo.
     Siempre se supo que su trabajo era bien rentado; tenía una joyería, la mejor del pueblo, en la que compraban todos. Desde los ricos, los pobres, los famosos. Incluso, gente de otro país, de otros mundos. Vendía relojes, cadenas, colgantes, anillos, aros, detalles de decoración, más relojes, lámparas, repuestos, otros anillos, señaladores, corbateros. De todo. Ni él sabía todo lo que vendía, casi como no saber que tan grande era su fortuna. Pero tuvo que abandonarlo, a la edad de 68 años, por causas que solo la familia sabe. Su hijo, Jorgito, quedó a cargo de la Joyería, ubicada en la avenida principal del pueblo, junto a un amigo de la infancia, que olía mal, era petiso, y no sabía cuanto era la mitad del doble de una cancha de fútbol. El pueblo siempre recordó ese día; llovió mucho, tanto que hasta el agua salada se hizo dulce.
     Al morir de un delirio agudo, que se vio complicado por un cuadro depresivo, Jorge fue enterrado con honores en el cementerio. Estaba fresco, el sol se había ido, pero no llovía. Tenía 77 años, 2 hijos, 6 nietos, 1 esposa, 2 perros, 6 autos, 3 casas y un campo sembrado de enseñanzas. Su otro hijo, Miguel, estaba de negro encorvado sobre el cajón, casi como acariciando la única conexión material con su difunto padre. Se le acercó el mago del pueblo, y le dio una nota doblada. Miguel lo miró y se reincorporó. Llamó al pueblo entero, y los hizo escuchar.
     "Mi mayor secreto fue mi mayor alegría. Nunca quise ocultar lo que me hacía tan feliz. Ni el amor de mi vida lo supo. Ni mis hijos. Nadie. Y no fue por creerme superior. Simplemente, el decirlo anularía el objetivo; lease, no podrían tener más atardeceres o amaneceres dignos de disfrutar. En efecto; fui Diseñador de Cielos. Estudié en la Universidad Agrícola. me recibí con honores, y trabajé solo. Construí cielos, muchos, todos los que vieron. Disfruté mucho el poder hacerlos, cada uno generaba algo en ustedes que a mi me llenaba el alma. Éste trabajo era casi el mejor pago (el mejor es ser Dios, según me han dicho), además de ser el casi más lindo (el trabajo más lindo es poder ver a la mujer de tu vida). Le ponía el sol, algunas nubes con formas, luz, sombras, lo despejaba, lo volvía a nublar, lo inundaba con agua y llovía. Cuando cumplía años lo hacía nublado, así venían a casa a pasar el día. Ponía el tocadiscos, café, torta, tostadas, y algo para charlar. Navidad y año nuevo siempre eran lindos. Las tormentas eran difíciles de hacer; no quería que se me vaya la mano con los rayos. Nadie me controlaba, y me pagaban mucho. Una vez, me cansé de hacerlo, y llovió una semana. Me cansé de la lluvia, asique, lo volví a hacer, con más ganas. Los pájaros no querían aparecer, improvisaba con hojas en otoño y con flores en primavera. Las otras dos estaciones son fáciles; en verano no hay nada y en invierno está lleno de nieve. Así trabajé 9 años, 2 meses, 3 semanas y 2 días. Hasta que una mañana primaveral llegó el telegrama, que decía "...agradecemos sus servicios prestados..." y abajo lo firmaba la Asociación de Paisajes y Lluvias. Eran 2 hojas, con agradecimientos. Era el fin. Mi fin. Me habían reemplazado. Por primera vez en mi vida, era prescindible. Lloré casi todo lo que pude. Y me deprimí. Y acá estoy, explicando de donde provino mi fortuna y mi felicidad. No crean que no fui bueno en lo que hacía; piensen hace cuanto no llueve más de 60 veces por año."
     La carta estaba firmada. Miguel se quedó serio. El pueblo, mudo. Nadie razonaba. Todos miraron al cielo, y se quedaron fijos en ver como el sol empezaba a salir, con los pájaros a la cabeza, rindiendo homenaje a la más linda de las locuras.


jueves, 23 de octubre de 2014

Ojos que no ven.

     Siempre admiré a los no videntes, o ciegos, como quieran llamarlos. Me genera admiración el verlos desenvolverse en el mundo con tanta tranquilidad, con tanta seguridad, sabiendo que no pueden vislumbrar a lo que se enfrentan constantemente. Además, y eso es lo que más me sorprende, están siempre bien vestidos, son siempre amables, y nunca se lamentan de lo que les pasa, por lo menos, no en público. Nunca me pasó que uno me diga "sabes que pasa pibe; yo soy ciego." No demuestran ni dan lástima. Sorprenden sabiendo la ubicación de las cosas, contando los pasos, reconociendo sonidos. Siempre está el envidioso por naturaleza que te dice "y claro, si no ven, el resto se les hiperdesarrolla." Claro, si, es verdad. Pero no ven. Y vos si. Y vos ves como negativo lo que a ellos le permite tener una mínima independencia. Vos ves cosas que ellos, por suerte (para ellos) no ven. Vos te ves al espejo y pensás que estás gordo o flaco o linda o fea. Ellos no se ven, por lo cual, no se preocupan si los adjetivos que los definen son positivos o negativos. No pensaste eso, ¿No?. Bueno, un ciego convive consigo mismo en un mundo paralelo al que vos vivís. En ese mundo, el ciego es reino absoluto de un montón de cosas, como por ejemplo, sentir amor sin apreciar la belleza, aplaudir un sonido sin saber de donde proviene, y quizás, esquivar a la muerte por no sufrir cuando mira por la calle y ve como el mundo se cae a pedazos. Eso si, en ese mundo paralelo, el ciego añora poder ver de frente a la mujer más hermosa del mundo, o poder ver un partido de Racing a estadio lleno. Pero ambas cosas no le quitan el sueño. El no vidente pide ayuda porque moralmente está bien visto, pero el podría cruzar la calle sin que vos le agarres la mano y te alejes luego sonriendo porque hiciste la buena acción del día. Es menester afirmar entonces, que todos en algún momento, aunque sea un ratito, nos gustaría ser ciegos, para evitar algo que frente a los ojos, no es posible de ignorar. Ser ciego en algún punto, es ser inmortal.

jueves, 2 de octubre de 2014

Misterioso final sin placebo.

     Es irrefutable el hecho de extrañar en la soledad a los que en la compañía nos enseñan a jugar ajedrez. Es menester siempre tener en cuenta que el "se puede estar peor" no puede ser nunca un justificativo. Es absurdo creer que si vivieras 100 años lograrías la felicidad sin vueltas. Es importante querer siempre avanzar cuando no tenes ni siquiera a donde ir para atrás. Como que, con el pasar de los años, fui determinando diferentes directrices que algún día iban a comandar mi mundo sin rumbo. Fui diseñando planes, que casi al mismo instante, deseché. Y mientras viajaba en el colectivo, yendo hacia el punto sin retorno, iba contando los postes y admirando el atardecer. Que adicción que tengo por los atardeceres, no puedo no verlos. No puedo no querer desayunarlos, aunque sería, temporalmente, imposible. Si la retina pudiese conectarse a una pc, transmitiría las imágenes de mi vida, más que nada, los atardeceres. Aunque, razonando lo ilógico, uno comprende que la logística es una falacia. Mi vida siempre fue un montículo de problemas, desde la base. Que placer el poder caminar sobre la vereda, sin necesidad de gritarle a otro lo que uno quiere decir. Me voy a sentar sobre el banco a beber coñac y tomarme la pastilla para ser feliz. Es redonda, de varios colores, tantos que parece un arco iris. Miro enfrente, y una señora de vestido violáceo me sonríe, sin tener idea quien soy. Yo, sin tener idea quien es, le sonrío. Y así es como se construye una anécdota, que esa señora va a contarle a sus nietos, quienes de grandes dirán, que una vez, su abuela, le sonrió a un hombre que, sentado en un banco, a un pedazo de calle de distancia, le devolvió la sonrisa, sin reclamarle nada a cambio, más que esta necesidad, de transmitir la anécdota.