Una vez me encendí el último cigarrillo del día a las 5 de
la mañana. Era temprano entre tantas dudas. Me caminé el recorrido ideal desde
mi cama al baño, sin distraer el viaje con el viento del norte o el frío del
sur. Soñé durmiendo sobre espacios dispuestos en mi mente. Me encerré en
razonamientos ilógicos que intentaban demostrar las cosas que hoy en día ni siquiera
analizo, porque mientras más se analiza, más se enreda. Mientras más se piensa,
más se equivoca, el humano debería vivir del sí y del no, no del porqué. Pero,
eso es difícil, la caminata seguía, y yo no debía pensar en nada más que llegar
al baño y matar al freno de mi eterno sueño.
Al día
siguiente comprendí que nunca había sido feliz. Me vi en un futuro poco
inmediato, saboreando los barrotes de una cárcel, creando amistades con la
muerte, para que no me llevara sin antes poder abrazar a una mujer y sentir que
con mi abrazo, ella cree en el amor. Sentí impulso de cantar, de crear cosas
inhumanas que hoy completaran mi vida. Pensé, entre los llantos de los acompañantes
del cortejo fúnebre que entraba al cementerio, que ayer era el único que nunca
había sido indispensable para nadie. Y, a pesar de pensar sin entender lo que
la cabeza me decía, me aplaudí a mí mismo, ignorante del sentimiento ajeno a la
culpa automatizada por intentar hacer lo que uno creía correcto.
Ahora que
dejé de trabajar, consecuencia de mi desempeño agotador, me siento más libre. Viviré
eternamente de mis 3 jubilaciones, con mis nietos, mis hijos, mis perros y mis
canarios, acá y allá, en el campo y en la ciudad. Algo en mí, me decía que todo
esto era falso, que era producto de mi imaginación entorpecida. Pero ignoré ese
“algo”, y seguí caminando al baño, a pesar de que las piernas ya estaban
cansadas, y que el frío realmente me estaba atormentando. Estaba mal esto; me
estaba distrayendo.
Al final,
me senté en el sillón, a esperar la llegada de lo más hermoso. La señorita
descendió sigilosamente por la escalera, como si una especie de silencio la
trajera desde el más allá, tan hermosa que encandilaba. Tan linda era, que mi
mente no hizo más que imaginarla conmigo el resto de mi vida, y mi corazón,
estúpido de sorpresa, latía tanto que si lo quería conocer, lo escucharía en la
nada. La tomé de la mano, y la llevé al baile del colegio, fines del año 72,
diciembre, calor. Subimos al auto, y ahí llegué al baño, y entendí que los
barrotes si eran producto de mi imaginación. Pero el resto, no. El resto era
tan real como la carta que te envié, declarándote mi amor, sabiendo que más que
una alegría, haberte conocido había sido una de esas cosas que la gente define
como lo único que le puede robar una sonrisa cunado la angustia supera
cualquier barrera que uno intente interponer entre ser feliz, y caer en un pozo
eterno de depresión, que solo se sale por donde se entró, como cualquier pozo.
Perdón si te sorprende esto, pero a mí me fascina sorprenderte. Voy a dejar los zapatos para que el sol los seque.
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