Una vez al año, el Rey invitaba a todos los dignos
habitantes del pueblo a un gran asado en el Palacio Real. La gente hacía cola
desde temprano para ocupar los lugares mejor ambientados, y evitar así sentarse
al fondo, cerca de la fosa donde los leones aspiraban la caída de algún
pueblerino desorientado. Eran mesas largas de madera, pintadas de azul, con
sillas violetas. Las paredes eran redondeadas, sin tocar el suelo, de color
naranja, como el disfraz del rey, que en vez de corona llevaba una peluca. Los guardias
tenían armas sin filo, y la entrada tenía el cartel de “salida” pegado abajo,
donde nadie lo viera. El ambiente era ideal, la música sin notas en séptima
sonaba de fondo, casi sin percibir el ruidoso amontonamiento de suspiros.
Al sentarse,
la gente tenía que aplaudir y gritar su nombre, así el rey sabría que familia
vino. La familia que no venía, estaría condenada a pasar una década en blanco y
negro, sin ni siquiera poder ver el amarillo radiante del sol primaveral. A los
pocos minutos de pasadas las 12 del mediodía, los sirvientes vestidos de lila,
negro, verde, y amarillo, portando un gorro de un color desconocido, venían e
iban trayendo comida, agua, gaseosa, jugos, limones, carnes, chorizos, morcillas,
chinchulín, riñón. Era una fiesta colorida llena de comida y ganas de creer que
el rey era el mejor.
La
carne estaba pintada de colores que no alteraban el gusto, solo la visión. El rey
tenía carne de colores diferentes a los del pueblo. Los jugos eran ideales, y
el agua siempre era azul, como el hielo cuando detrás de él se pone al mar. La sal
era amarilla, para encontrar a los viciosos. El tomate era verde, la lechuga
roja, la zanahoria blanca, la remolacha celeste, el huevo azul, la cebolla
negra. Entre todo, los leones devoraban sobras, y a uno que se cayó por mirar
el camino, que era verde, pero no por el pasto, sino por el verdín. Mi tía
siempre cuenta que los primeros asados reales, el ambiente era más pálido, y
que todo había cambiado cuando el rey vio por primera vez un arco iris. Que significativo
fue semejante hecho que en ese presente instante nadie supo su consecuente
realidad.
Luego
de todo, el postre venía despacio, sin que nadie lo viera llegar. Las tortas
eran de muchos colores, tenían pinta de ser ricas, pero en realidad, eran
deliciosas. El café transparente, que te permitía ver el azúcar flotar, era lo
mejor. El gusto era ideal, era minucioso el hecho de que uno pidiera una
galletita para acompañarlo. Pero en vez de eso, los sirvientes de color rosa
traían alfajores de dulce de leche blancos, negros, rojos, amarillos y color “café”.
Ese color lo conocía yo solo por haberlo visto en una revista de moda en
Jamaica, ya que acá, no existía el color. Ni la revista. Ni la moda. Y así y
todo, somos felices. Siempre el detalle final era caminar a la vuelta, llenos de comida, por los campos violeta, saboreando el interesante deseo de nunca caer en la tristeza.
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