Letras

"Todo mañana es la pizarra donde te invento y dibujo, pronto a borrarte, así no eres, ni tampoco con ese pelo lacio, esa sonrisa." Cortázar.

"Schopehnauer escribió que la vida y los sueños eran hojas de un mismo libro, y que leerlas en orden es vivir, hojearlas, soñar." Borges.

"La verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio". Cicerón

"La libertad está en ser dueños de la propia vida". Platón.

"Algunas veces hay que decidirse entre una cosa a la que se está acostumbrado y otra que nos gustaría conocer." Paulo Coelho

"En las adversidades sale a la luz la virtud." Aristóteles

"Lo que crece como resultado de la rudeza de los ignorantes no tiene efectos a no ser por casualidad". Umberto Eco

domingo, 7 de diciembre de 2014

El Reino de los colores.

     Una vez al año, el Rey invitaba a todos los dignos habitantes del pueblo a un gran asado en el Palacio Real. La gente hacía cola desde temprano para ocupar los lugares mejor ambientados, y evitar así sentarse al fondo, cerca de la fosa donde los leones aspiraban la caída de algún pueblerino desorientado. Eran mesas largas de madera, pintadas de azul, con sillas violetas. Las paredes eran redondeadas, sin tocar el suelo, de color naranja, como el disfraz del rey, que en vez de corona llevaba una peluca. Los guardias tenían armas sin filo, y la entrada tenía el cartel de “salida” pegado abajo, donde nadie lo viera. El ambiente era ideal, la música sin notas en séptima sonaba de fondo, casi sin percibir el ruidoso amontonamiento de suspiros.
     Al sentarse, la gente tenía que aplaudir y gritar su nombre, así el rey sabría que familia vino. La familia que no venía, estaría condenada a pasar una década en blanco y negro, sin ni siquiera poder ver el amarillo radiante del sol primaveral. A los pocos minutos de pasadas las 12 del mediodía, los sirvientes vestidos de lila, negro, verde, y amarillo, portando un gorro de un color desconocido, venían e iban trayendo comida, agua, gaseosa, jugos, limones, carnes, chorizos, morcillas, chinchulín, riñón. Era una fiesta colorida llena de comida y ganas de creer que el rey era el mejor.
     La carne estaba pintada de colores que no alteraban el gusto, solo la visión. El rey tenía carne de colores diferentes a los del pueblo. Los jugos eran ideales, y el agua siempre era azul, como el hielo cuando detrás de él se pone al mar. La sal era amarilla, para encontrar a los viciosos. El tomate era verde, la lechuga roja, la zanahoria blanca, la remolacha celeste, el huevo azul, la cebolla negra. Entre todo, los leones devoraban sobras, y a uno que se cayó por mirar el camino, que era verde, pero no por el pasto, sino por el verdín. Mi tía siempre cuenta que los primeros asados reales, el ambiente era más pálido, y que todo había cambiado cuando el rey vio por primera vez un arco iris. Que significativo fue semejante hecho que en ese presente instante nadie supo su consecuente realidad.
    Luego de todo, el postre venía despacio, sin que nadie lo viera llegar. Las tortas eran de muchos colores, tenían pinta de ser ricas, pero en realidad, eran deliciosas. El café transparente, que te permitía ver el azúcar flotar, era lo mejor. El gusto era ideal, era minucioso el hecho de que uno pidiera una galletita para acompañarlo. Pero en vez de eso, los sirvientes de color rosa traían alfajores de dulce de leche blancos, negros, rojos, amarillos y color “café”. Ese color lo conocía yo solo por haberlo visto en una revista de moda en Jamaica, ya que acá, no existía el color. Ni la revista. Ni la moda. Y así y todo, somos felices. Siempre el detalle final era caminar a la vuelta, llenos de comida, por los campos violeta, saboreando el interesante deseo de nunca caer en la tristeza. 


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