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Pero si algo habían aprendido juntos era que la
sabiduría nos llega cuando ya no sirve para nada.
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No le había sido fácil recobrar ese domino desde
que oyó el grito de Digna Pardo en el patio, y encontró al anciano de su vida
agonizando en el lodazal. Su primera reacción fue de esperanza porque tenía los
ojos abiertos y un brillo de luz radiante que no le había visto nunca en las
pupilas. Le rogó a Dios que le concediera al menos un instante para que él no
se fuera sin saber cuánto lo había querido por encima de las dudas de ambos, y sintió
un apremio irresistible de empezar la vida con él otra vez desde el principio
para decirse todo lo que se les quedó sin decir, y volver a hacer bien
cualquier cosa que hubieran hecho mal en el pasado. Pero tuvo que rendirse ante
la intransigencia de la muerte. Su dolor se descompuso en una cólera ciega
contra el mundo, y aun contra ella misma, y eso le infundió el dominio y el
valor para enfrentarse sola a su soledad. Desde entonces no tuvo una tregua,
pero se cuidó de cualquier gesto que pareciera un alarde de su dolor. El único
momento de un cierto patetismo, por lo demás involuntario, fue a las once de la
noche del domingo, cuando llevaron el ataúd episcopal todavía oloroso a sapolín
de barco, con manijas de cobre y forros de seda acolchonada. El doctor Urbino
Daza ordenó cerrarlo de inmediato, pues la casa estaba enrarecida por el vapor
de tantas flores en el calor insoportable, y él creía haber percibido las
primeras sombras moradas en el cuello de su padre. Una voz distraída se oyó en
el silencio: “A esa edad ya uno está medio podrido en vida”. Antes que cerraran
el ataúd, Fermina Daza se quitó el anillo matrimonial y se lo puso al marido
muerto, y luego le cubrió la mano con la suya como siempre lo hizo cuando lo sorprendía
divagando en público. –Nos veremos muy pronto- le dijo.
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… y estaba convencido en la soledad de su alma
de haber amado en silencio mucho más que nadie jamás en este mundo.
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Contéstale que sí – le dijo-. Aunque te estés
muriendo de miedo, aunque después te arrepientas, porque de todos modos te vas
a arrepentir toda la vida si le contesta que no.
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Le parecía tan bella, tan seductora, tan
distinta de la gente común, que no entendía porque nadie se trastornaba como él
con las castañuelas de sus tacones en los adoquines de la calle, ni se le
desordenaba el corazón con el aire de los suspiros de sus volantes, ni se
volvía loco de amor todo el mundo con los vientos de su trenza, el vuelo de sus
manos, el oro de su risa.
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Era todavía demasiado joven para saber que la
memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y que
gracias a ese artificio logramos sobrellevar el pasado.
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Cuando Hildebranda murió, casi centenaria en su
hacienda de Flores de María, encontraron su copia bajo llave en el armario del
dormitorio, escondida entre los pliegues de las sábanas perfumadas, junto con
el fósil de un pensamiento en una carta borrada por los años.
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Florentino Ariza permanecía en vela la mayor
parte de la noche, creyendo oír la voz de Fermina Daza en la brisa fresca del
río, pastoreando la soledad con su recuerdo, oyéndola cantar en la respiración del
buque que avanzaba con pasos de animal grande en las tinieblas, hasta que
aparecían las primeras franjas rosadas en el horizonte y el nuevo día reventaba
de pronto sobre pastizales desiertos y ciénagas de brumas. El viaje le parecía
entonces una prueba más de la sabiduría de su madre, y se sintió con ánimos
para sobrevivir al olvido.
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Esta certidumbre halagadora aumentó la ansiedad
de Florentino Ariza, que en la cúspide del gozo había sentido una revelación que
no podía creer, que inclusive se negaba a admitir, y era que el amor ilusorio
de Fermina Daza podía ser sustituido por una pasión terrenal.
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Le había enseñado que nada de lo que se haga en
la cama es inmoral si contribuye a perpetuar el amor.
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Los idiomas hay que saberlos cuando uno va a
vender algo –decía con risas de burla-. Pero cuando uno va a comprar, todo el
mundo le entiende como sea.
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Lo único que me duele de morir es que no sea de
amor.
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Sin embargo, Florentino Ariza descubrió ese
parecido muchos años después, mientras se peinaba frente al espejo, y sólo
entonces había comprendido que un hombre sabe cuando empieza a envejecer porque
empieza a parecerse a su padre.
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Pero después ya no pudo decir si su costumbre de
fornicar sin esperanzas era una necesidad de la conciencia o un simple vicio
del cuerpo.
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La torre del faro fue siempre un refugio
afortunado que él evocaba con nostalgia cuando ya tenía todo resuelto en los
albores dela vejez, porque era un sitio bueno para ser feliz, sobre todo de
noche, y pensaba que algo de sus amores de aquella época les llegaba a los
navegantes en cada vuelta de los destellos. De modo que siguió yendo allí, más
que a cualquier otra parte, mientras su amigo el farero lo recibió encantado,
con una cara de bobo que era la mejor prenda de discreción para las pajaritas
asustadas. Había una casa abajo, junto al estruendo de las olas desbaratándose
contra los cantiles, donde el amor era más intenso porque tenía algo de
naufragio. Pero Florentino Ariza prefería la torre de la luz después de la
prima noche, porque se divisaba la ciudad entera y el reguero de luces de los
pescadores del mar, y aun de las ciénagas distantes.
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… fue una mirada material que lo tocó como si
fuera un dedo.
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Pero no pudo reaccionar como hubiera querido,
porque el corazón le hizo entonces una de esas trastadas de putas que sólo se
le ocurren al corazón: le reveló que él y aquel hombre que había tenido siempre
como el enemigo personal, eran víctimas de un mismo destino y compartían el
azar de una pasión común: dos animales de yunta uncidos al mismo yugo. Por primera
vez en los veintisiete años interminables que llevaba esperando, Florentino
Ariza no pudo resistir la punzada de dolor de que aquel hombre admirable
tuviera que morirse para que él fuera feliz.
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Al menos pudo vivir sin ver a Fermina Daza, a
diferencia de antes, cuando interrumpía a cualquier hora lo que estuviera
haciendo para buscarla por los rumbos inciertos de sus presagios, en las calles
menos pensadas, en sitios irreales donde era imposible que estuviera, vagando
sin sentido con unas ansiadas del pecho que no le daban tregua mientras no la
veía siquiera un instante.
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Vendió de cualquier modo la casa de su padre
porque no podía soportar el dolor de la adolescencia, la visión del parquecito
desolado desde el balcón, la fragancia sibilina de las gardenias en las noches
de calor, el susto del retrato de dama antigua la tarde de febrero en que se
decidió su destino, y hacia dondequiera que se revolvía su memoria de aquellos
tiempos tropezaba con el recuerdo de Florentino Ariza. Sin embargo, siempre
tuvo bastante serenidad para darse cuenta de que no eran recuerdos de amor, ni
de arrepentimientos, sino la imagen de un sinsabor que le dejaba un rastro de lágrimas.
Sin saberlo, estaba amenazada por la misma trampa de compasión que había
perdido a tantas víctimas desprevenidas de Florentino Ariza.
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Pues aún a veinte brazas debajo de la tierra
habría reconocido de inmediato aquella voz de metales sordos que llevaba en el
alma desde la tarde en que le oyó decir en el reguero de hojas amarillas de un
parque solitario: “Ahora váyase, y no vuelva hasta que yo le avise”.
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Se deleitaba con los hálitos del perfume de
almendras que le llegaba de regreso de su intimidad, ansioso de saber cómo
pensaba ella que debían enamorarse las mujeres del cine para que sus amores
dolieran menos que los de la vida.
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De modo que era razonable pensar que la mujer
más amada sobre la tierra, a la que había esperado desde un siglo hasta el otro
sin un suspiro de desencanto, apenas tendría tiempo de tomarlo del brazo a
través de una calle de túmulos lunares y canteros de amapolas desordenadas por
el viento, para ayudarlo a llegar sano y salvo a la otra acera de la muerte.
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-Sigamos derecho, derecho, derecho, otra vez
hasta La dorada.-Fermina Daza se estremeció, porque reconoció la antigua voz
iluminada por la gracia del Espíritu Santo y miró al capitán: él era el
destino. Pero el capitán no la vio porque estaba anonadado por el tremendo
poder de inspiración de Florentino Ariza. -¿Lo dice en serio?- le preguntó. –Desde
que nací – dijo Florentino Ariza-, no he dicho una sola cosa que no sea en
serio. El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos
de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible,
su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la
muerte, la que no tiene límites. -¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir
en este ir y venir del carajo?- le preguntó. Florentino Ariza tenía la
respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días
con sus noches. – Toda la vida- dijo.