La primera vez que fui a Galicia, mis amigos me llevaron al
río del Olvido. Mis amigos me dijeron que los legionarios romanos, en los
antiguos tiempos imperiales, habían querido invadir estas tierras, pero de aquí
no habían pasado: paralizados por el pánico, se habían detenido a la orilla de
este río y no lo habían atravesado nunca, porque quien cruza el río del Olvido
llega a la otra orilla sin saber quién es ni de dónde viene.
Yo estaba
empezando mi exilio en España, y pensé: si basan las aguas de un río para
borrar la memoria, ¿qué pasará conmigo, resto de naufragio, que atravesé todo
un mar?
Pero yo
había estado recorriendo los pueblecitos de Pontevedra y Orense, y había
descubierto tabernas y cafés que se llamaban Uruguay o Venezuela o Mi Buenos Aires Querido y cantinas que
ofrecían parrilladas o arepas, y por todas partes había banderines de Peñarol y
Nacional Y Boca Juniors, y todo eso era de los gallegos que habían regresado de
América y sentían, ahora, la nostalgia al revés. Ellos se habían marchado de
sus aldeas, exiliados como yo, aunque los hubiera corrido la economía y no la
policía, y al cabo de muchos años estaban de vuelta en su tierra de origen, y nunca
habían olvidado nada. Y ahora tenían dos memorias y tenían dos patrias.
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