Cuando era niño, me gustaba pasear por el pueblo, caminar las cuadras sin pensar en un destino fijo. Entre los caminos, siempre terminaba rozando el viejo cementerio. Había muchas historias alrededor de él. Fantasmas, personas vivas, personas que nunca conocieron la luz del día, desaparecidos, animales, famosos. Nunca nadie pudo confirmar la veracidad de ninguna, pero tampoco, negarla con énfasis.
Un domingo bien temprano, mi madre me mandó a comprar pan y facturas.
Venían las abuelas, y había que recibirlas con honores. Me puse la campera, ya
que estaba fresco, y encaré por la avenida principal, en camino directo a la panadería.
No había noticias del sol. Al doblar por cuarta vez a la derecha, con otras dos
veces a la izquierda en el medio, choqué con el cementerio. No sé porque esa
mañana oscura me generó curiosidad. Decidí entrar. Entré.
El cementerio era un lugar pequeño en sí, acorde a un pueblo de tan
pocos habitantes. En el centro había un ángel de piedra, rodeado de un círculo
de pasto verde cortado con la mano por los hijos de los que visitan a los que
alguna vez les enseñaron la vida. Abajo del ángel, sobre la cerámica que lo
sostenía, estaba escrito algo. "Aquí descansan aquellos que se han ido.
Tenga a bien, respetar la voluntad del alma, en caso de no hacerlo, que su
conciencia sea su castigo." Me agarró un escalofrío al leer esto, yo era
de los que jugaba a la pelota contra el paredón sur del cementerio. Al
recorrerlo, empecé a conocer gente. Gerardo, Matías, Señora Gilmore, Alberto
Mastropiero, Francisco "El Loco" Tusseni. Cada uno, una lápida
diferente, una parcela diferente. Algunos eran queridos, ya que las flores
tenían color, y el nombre se veía de lejos. Y otros, fueron abandonados, sin
flores, lápida sucia, el pasto crecido, sin amor. Entre éstos últimos, vi una
lápida que me llamó la atención. Al acercarme, leí:
"Aquí descansa la
Tristeza".
No había fecha, ni mensaje de despedida. Nadie firmaba y, por lo visto,
nadie visitaba. Me genero curiosidad. Me acerqué y vi que la lápida tenía una
manija pequeña y redonda. Al tirar de la misma, salió un cajoncito. En él, un
cuaderno, con una sola hoja, amarillenta, gastada. Lo leí, y conservo el
recuerdo de lo que decía.
"La tristeza es auténtica
cuando se te dibuja sola la sonrisa invertida, se te hunde el pecho, se te
hinchan los ojos y se te corta la voz. La tristeza no puede ser un sentimiento
de presencia constante, no puede ser usada para generar algo, no puede tener
objetivos. La verdadera tristeza es una expresión involuntaria, que sale
directamente desde el alma, la cual está dolida. Entre las causas, hay muchas.
Ninguna define que es más o que es menos triste, el análisis es subjetivo, la
facilidad para desprender una lágrima depende exclusivamente de quien la
genera. Pero cuando sentís un vacío atónito y ciego, cuando sentís una muralla
que rodea toda intención de cambiar el ánimo. Cuando el hablar es inútil, el
dormir es irracional, el pensar en otra cosa no existe. Ahí es cuando realmente
estás triste."
Lo leí 3 veces, y las tres, medité. Pero no llegué a conclusiones. Se me
hacía tarde para que las facturas estén secas, asique, me fui. Al salir del
cementerio, caminé rápido, y en la esquina, una mujer me preguntó, porque
lloraba.
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