La gente se arrimaba a la muerte para esperar el tren. Parece que les daba mayor tranquilidad verlo llegar y no sorprenderse con su presencia. Casi como la vida. La impaciencia. Nunca logré comprender la desesperación de las personas para ingresar a un tren o subte. Siempre los miré con desprecio, porque ellos mismos estaban despreciando su vida. Que extraño. Yo sin embargo, no me movía de mi zona de atalaya. El tren llegaba despacio, y al abrir las puertas, entré al placer del mundo con aire acondicionado. Que ironía el hecho de que encontremos la relajación en un espacio de estrés. Pero ahora me percaté de muchas tantas únicas primeras cosas, que nunca advertí, ciego de condenas, esclavo de pensamientos.
La suciedad decoraba la realidad. Las caras largas, el olor a cansancio, y el hambre que ya me hacía ruido. Era menester un poco de desinterés. Un poco de sonrisas sin paga por adelantado. Y ahora, preso de mi embotellamiento amoroso, pensaba en amar sin la necesidad de amores baratos y gotas de aire. Soñaba con que el límite de la ignorancia fuese un reconocimiento. Ya habré desviado la atención del lector, pensé. O quizás, yo haya perdido el hilo. Todo es posible.
El subte continuaba avanzando, dando lástima. Nadie se mira, todos son víctimas de la electrónica, pocos lo son de la literatura. Es el mundo que hay, en el que un teléfono es el mejor amigo del hombre. Con o sin auriculares, contestando un mensaje, leyendo el diario, viendo twitter. Es asombroso como se hunden en un pequeño espacio de luz. Ya no hace falta hacerse el dormido para no ceder el asiento: esto es peor, porque demuestra adicción. Necesidad. Dependencia. Ya no hay amores de transporte, miradas antimorales, persecuciones por el hola. Nadie susurra una frase al olvido. Ahora queda todo resumido a la ignorancia. Al "el otro no existe". Yo estoy solo acá. Es un detalle de la vida ese: la ignorancia solo se ve interrumpida cuando el interés le gana por goleada. No alcanza con el 1 a 0.
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