El mar roza mis pies, y el frío me contagia las ganas de escaparme. Sin embargo, el momento, amerita una foto cerebral. Esas imágenes que no hay virus que borre ni computadora que pierda. Esos momentos, gloriosos, ajenos a la rutina, que uno busca añorar.
Veo más olas acercarse, y desde mi posición, veo dos chicos, un nene y una nena, divertirse con el agua. Con la arena. Con la inocencia que transmite verlos allí. Sedientos de alegría, ajenos a cualquier momento de tristeza. Los veo, sonreír. Aplaudirse entre susurros lo que hacen. Chapotear, como si fuese, el agua más preciada, y el último momento de sus vidas. Se acercan y se alejan, batiendo al mar a un duelo insignificante, en el que no gana más que la vida ante todos. Aprovechen, que son libres, y sanos, para ser felices.
Aumenta el viento, aunque sigue siendo inocente. Fiel a mi enamoramiento parcial, me quedo, y disfruto de la imagen. Creo que la alegría se transmite con el aire. A veces no hace falta ni un contacto ni una palabra. Tal vez esa risa, del nene, cuando el agua lo llena de espuma. O la de la nena, dichosa del momento, que patea la nada para elevar unas gotas. El padre, a los gritos insignificantes, para llamarles la atención. Pero en este cuadro ya no entra más nadie. Solo ellos y su inocencia.
Ph: Florencia Vulcano |
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