Siempre
admiré a aquellos que pueden atravesar la ciudad sin ser afectados por las
historias eternas y picantes de ésta. Quizás, los admire porque desconozco como
se hace para dejar de recordar el pasado. O tal vez, porque si, porque tengo
ganas de algo, porque no tengo otro a quien admirar. La admiración es un
sentimiento de inferioridad, he dicho. Y si me dijeran que me admiran, me
sentiría inútil, porque estoy generando escalones entre los que deberían estar
sobre el mismo peldaño de la escalera.
Cuando
me sentaba en el colectivo y era chico, imaginaba mundos de fantasías que no
existen ni en los libros menos lógicos. Soñaba con cosas cómicas, simples,
eufóricas. Esas cosas que te hacían querer saltar del asiento, motivo por el
cual, era muy inquieto.
Siempre me cuentan la misma
anécdota de que una vez me escapé y aparecí juntando pelotas en una casa de
deportes. Es como que a los padres les gusta contar dos tipos de anécdotas: las
felices, y las tristes con final feliz. Que masoquistas.
Una vez,
me di cuenta que el mejor momento para caminar por la calle, es un día de
semana, a las 7 de la tarde, sin tanto sol, y no con tantas nubes, sin
preocupaciones ni prisa, ni cansancio, mucho menos mal humor, y ni que hablar
de traer un problema. Me di cuenta porque iba caminando, sin pensar en nada, y
me gustaba todo lo que ante mis ojos se presentaba. Algunas cosas, como en
todo, eran la excepción. Pero la mayoría era maravillosa: cosas que solamente
pueden gustarte un día de semana a las 7 de la tarde, sin tanto sol, y no con
tantas nubes.
Muy
pocas veces me arrepiento de lo que digo o hago, o tal vez, casi nunca, porque
arrepentirse, es ser consciente que lo que hiciste, lo hiciste sabiendo que
existía esta posibilidad de arrepentirse. Es un juego de palabras muy interesante
si se quiere.
Me gusta
escuchar música sin entender porque la estoy escuchando. No soy de esos que
seleccionan qué escuchar, me encantaría poder poner mil discos al mismo tiempo,
y que los vinilos estén parando y empezando uno tras del otro, mientras al
mismo tiempo leo a Cortázar, y el café deja de estar caliente.
reflexiones de una mente ajetreada!
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